TESTIMONIS

TESTIMONIS 50 anys

El Concilio Vaticano II: memoria y testimonio

Juan José Garrido (València)

I

MEMORIA


Inicié los estudios en el “Instituto Superior de Filosofía” de la Universidad de Lovaina, en Bélgica, cuando el Concilio Vaticano llevaba ya casi dos años de andadura. En las aulas del Instituto no se hablaba mucho de él; los profesores iban a lo suyo, que era la filosofía. Pero la situación era diferente en la Facultad de Teología, como era lógico, y tanto sus profesores como los alumnos seguían con pasión los debates conciliares. No obstante, a los estudiantes de filosofía nos llegaban los ecos de esos debates por medio de los teólogos con los que convivíamos en el Colegio Mayor León XIII, y por alguna que otra conferencia que organizaba la Universidad. Una de esas conferencias me impactó sobremanera. Estuvo a cargo de Mons. Charrue, obispo de Namur, y versaba sobre el controvertido tema de la libertad religiosa. Mons. Charrue dijo que era necesario ir más allá del concepto, y la práctica, de tolerancia, que era la postura más o menos oficial de la Iglesia en aquel entonces, y asumir el más positivo y justo de libertad religiosa, concepto y práctica que suponía reconocer el derecho humano de la libertad de profesar y practicar la religión que cada uno acepte, siempre, claro está, que esa religión no vulnere ninguno de los derechos humanos reconocidos en las constituciones de las naciones. Comentó también algunas cosas de los entresijos del Concilio y de las dificultades que ciertos temas encontraban en algunos sectores del episcopado, entre los que señaló al español.


Otro recuerdo de aquel entonces, gracioso pero muy significativo, lo protagonizó el profesor F. van Steenberghen, gran medievalista y profundo metafísico. Un día se presentó en el aula especialmente bien vestido, lo que nos sorprendió porque habitualmente iba bastante desaliñado, y con un cirio en la mano que depositó encendido sobre la mesa. Y con rostro serio y voz solemne nos dijo: “Hoy vamos a oficiar un funeral, a enterrar oficialmente el paleotomismo inquisidor y a poner fin a la influencia en la Iglesia de los hombres de un sólo libro”. Y a continuación contó todas las dificultades que había tenido que sufrir, entre ellas incluso la prohibición de enseñar, por haber defendido, según la tradición del cardenal Mercier, una interpretación abierta, contextualizada, y dialogante con la modernidad, del pensamiento de santo Tomás. Expresó su alegría por el hecho de que, gracias al Concilio, se había puesto fin al “ambiente moscovita”, lleno de sospechas y denuncias, que había estado vigente en la Iglesia durante muchos años con la excusa de erradicar la llamada herejía modernista.


Una experiencia religiosa imborrable de aquel tiempo fue la primera concelebración en la que participé, junto con todos mis compañeros del Colegio, en la abadía benedictina de Chavtogne. En ella concelebraron todos los monjes presididos por el abad. Me conmovió aquella liturgia, ya en la lengua vernácula, tan solemne y sencilla a la vez, cuidada sin amaneramiento hasta en los más mínimos pormenores, y de una belleza casi sublime. Me hizo vivir sensiblemente la “comunión” que la Eucaristía significa y realiza.


En 1965, no recuerdo la fecha exacta, José María González Ruíz, teólogo y escriturista español, dio una conferencia en el “Círculo de estudiantes extranjeros” de la Universidad sobre la Gaudium et Spes. La sala estaba abarrotada de estudiantes. Insistió mucho, como era de esperar, en los temas del diálogo de la Iglesia con el mundo, de la justa autonomía de las realidades terrestres, de los signos de los tiempos, etc. Pero, curiosamente, el ambiente estaba muy sensibilizado por el asunto de Camilo Torres, sacerdote colombiano que, buscando instaurar la justicia y poner fin a la opresión, se había unido a la guerrilla y había sido asesinado. Camilo Torres había estudiado teología en Lovaina, lo cual hacía más sentida su pérdida. Y esto hizo que los asistentes a la conferencia polarizaran casi todas sus preguntas más sobre la cuestión de la relación entre Evangelio y violencia y sobre la Teología de la liberación que sobre el Concilio.


En el curso 1966-1967 el Concilio estuvo ya más presente en nuestras aulas gracias al profesor A.


Dondeyne, quien en la última etapa del Concilio se había incorporado al mismo como asesor del Cardenal Suenens, arzobispo de Malinas-Bruselas, para ayudar a desatascar el llamado Esquema XIII, que luego fue la constitución Gaudium et Spes. Con cierta frecuencia se ausentaba de las clases para desplazarse a Roma. Recuerdo que al principio regresaba algo desanimado por la marcha de las cosas, pero a medida que pasaba el tiempo se le veía más satisfecho. El profesor Dondeyne fue uno de los inspiradores de ese texto conciliar y uno de los primeros en aplicar sus orientaciones en las clases de Teodicea y en los cursos monográficos de licencia y doctorado. En los años cincuenta había sido también objeto de censuras a causa de su libro, hoy todo un clásico, Fe cristiana y pensamiento contemporáneo. Este libro lo escribió en gran medida para contrarrestrar los efectos negativos que había producido entre los intelectuales la encíclica Humanis generis del Papa Pío XII. Por Lovaina se rumoreaba que ello le había costado el obispado de Brujas, del que al parecer era candidato. Y en 1965, recogiendo las enseñanzas del Concilio publicó La fe escucha al mundo, un libro que a pesar de los años no ha perdido actualidad y cuya lectura haría mucho bien a las nuevas generaciones de sacerdotes. Dondeyne fue el profesor que más me influyó a la hora de orientar mis estudios y de consolidar mis actitudes intelectuales como cristiano. Sus lecciones sobre el ateísmo contemporáneo, la nueva manera de plantear el problema filosófico de Dios, el necesario diálogo con el mundo y el modo de presencia y acción de la Iglesia en una sociedad ampliamente secularizada y plural, han sido decisivas para mí y, en la medida de mis capacidades, las he incorporado a mi enseñanza. Sus cursos sobre Heidegger, Merleau-Ponty y Levinas fueron para mí toda una revelación.


II

TESTIMONIO



Mi docencia en la Facultad de Teología de Valencia, desde el primero hasta el último día, ha estado inspirada en el Concilio; de ello dan prueba mis escritos. He defendido y practicado el diálogo, desde mi fidelidad a la fe cristiana, con las más diversas filosofías, buscando siempre un punto de encuentro que lo hiciera posible y fecundo; he procurado despertar el sentido de la sana crítica en los alumnos, de manera que estuvieran preparados para hacer frente a la opresión del dogmatismo del “pensamiento único”, o “políticamente correcto”, que impide pensar; y me he esforzado por configurar en ellos una actitud abierta y receptiva ante todo lo bueno y bello que los hombres, creyentes o no, puedan hacer o pensar; y he trabajado en esclarecer el origen histórico y los motivos del divorcio entre la fe cristiana y la cultura de la modernidad con la finalidad de que el conocimiento de la historia intelectual y religiosa de Occidente ayude a no repetir los planteamientos inadecuados y errores del pasado. Y todo esto no lo hubiera podido hacer sin las inspiraciones del Concilio y sin el inicial magisterio de Dondeyne. En mi vida intelectual y religiosa las constituciones Lumen gentium y Gaudium et Spes han sido mis principales puntos de refererencia. Siempre he pensado, y sigo pensando, que el Concilio Vaticano II no tiene vuelta atrás; que lo que precisa es ser bien comprendido, aplicarlo y desarrollarlo en aquello que exijan los cambios históricos y culturales y las necesidades de la Iglesia. Creo que el problema de la fe en nuestra sociedad es fundamentalmente de orden cultural, queramos o no; y ello pide más que nunca un gran esfuerzo intelectual en orden a poder “proponer”, de forma creíble, y con lenguaje renovado, el Evangelio a nuestros contemporáneos. No sé si las nuevas generaciones son conscientes de ello ni si están por la labor. Hay indicios que no me inclinan al optimismo; Dios quiera que me equivoque.


Ahora que he dejado definitivamente mi docencia en la Facultad de Teología me ha parecido oportuno dejar por escrito este modesto testimonio.

TESTIMONIS

A los 50 años de mi vida sacerdotal

Vicente Ferrando, párroco in solidum. Burjassot

Resumiría así mi historia vocacional: Procedo de un pueblecito pequeño en el fondo de un valle precioso, Benifairó de la Valldigna, de donde le viene el nombre. Un pueblo de unos 1.500 habitantes, y me siento como todos, con virtudes y defectos, pecador y del montón como tantos , pero amado por la misericordia de un Dios que he aprendido a querer como Padre, y que con el paso de los años he ido entendiendo y asimilando este principio del evangelio: no es más feliz el que hace lo que quiere sino aquel que se deja llevar por quien lo ha dado todo por todos a cambio de nada, y desde ahí, me he lanzado confiado a descubrir lo que Dios me pide rompiendo esquemas de este mundo y volcado hacia la comprensión de aquellas palabras de Jesús: “he sido enviado al mundo no para hacer mi voluntad sino la voluntad del que me ha enviado” (Jn. 6,38). Os digo que no es ni ha sido un camino de rosas. Todavía hoy me sigo interrogando.


Escribo esto pensando sobre todo en vosotros, hermanos sacerdotes. Sabemos que por el hecho de serlo, no somos de una pasta especial. “Soc fill del ti Sauret y de la ti María Porra, carnicers i llauraors”. Soy consciente, al igual que todos, de los fallos y debilidades, esto se lo digo muy a menudo a mis feligreses, pero de inmediato les enfatizo diciéndoles que ni nos sublimen ni que por ello pierdan la firmeza de su fe. Me reconozco como una persona consciente de mis defectos pero que he querido ofrecer mi vida a quien me ha dado todo. Con el paso de los años he ido descubriendo hasta donde me ha amado nuestro Buen Padre visibilizado en Jesús de Nazaret del que me he sentido cautivado.

Se han cumplido recientemente los 76 años de mi vida y 50 desde que un 8 de julio de 1971 la Iglesia me dijo: si quieres Vicente, te invitamos a que hagas el camino de tu vida siendo amigo de Jesús y de su Iglesia, y sin saber del todo lo que estaban ofreciéndome –pienso ahora que era como el fiat de la Virgen- me decidí a entrar en esa aventura de “ser para amar”. Comprendí que el Señor me llamaba, a los 17 años, viendo un día una película española “cerca de la ciudad” en el colegio de los dominicos en Valencia, asistí después a un retiro, continuaron unas cuantas conversaciones con un padre dominico, el P. Antonio Sanchis, él fue quien como director espiritual me fue encaminando hacia la vocación al sacerdocio secular; ser cura de pueblo era mi deseo. El paso de los años, y confiando siempre, no tanto en las propias fuerzas sino desde la gracia de Dios se fue gestando lo que hoy soy o trato de ser.


50 años, bonita y sugerente fecha para pararse a pensar lo que venimos haciendo desde que iniciamos nuestro ministerio. Permitidme que con corazón abierto os cuente un poco cual ha sido mi trayectoria.


Como os decía, me siento uno de tantos, pecador como vosotros, pero un privilegiado desde la fe , porque no puedo más que darle gracias a Dios por ser como es, por haber derramado una y mil y una veces su misericordia para conmigo.


El tiempo pasa rápido, me parece que fue ayer cuando comenzaba el ministerio.


Fue ya desde mi diaconado en la parroquia de San Pedro de Sueca, donde pude poner en práctica lo que iba Dios haciendo en mi vida: que descubrieran al amigo Jesús. Puse en práctica ese deseo en la catequesis con los niños y la comunidad, en el movimiento junior, con los matrimonios etc. Les compartía mi fe y deseaba que también ellos lo experimentaran


En mi relación con los grupos matrimoniales en San Pedro de Sueca, se acentuó una amistad que ha perdurado hasta hoy y si cabe con más fuerza en nuestros días, la satisfacción que tengo como sacerdote, es que la mayoría de ellos han tenido y siguen teniendo un compromiso dentro de la comunidad, trabajando y dando testimonio en las áreas fundamentales.


Ordenado sacerdote por el venerable arzobispo de Valencia D. José Mª García Lahiguera el 8 de julio de 1971, fui descubriendo junto a D. Ismael Roses párroco en San Pedro - donde continué ejerciendo tres años como coadjutor - y junto con D. Miguel Ángel, coadjutor en Ntra. Sra de Sales, patrona de Sueca, - hoy párroco en la Natividad de Burjassot-, nos unió siempre el celo por la búsqueda de nuevos caminos. Una amistad fue consolidándose con el paso de los años. Hoy lo considero gran amigo y hermano. Juntos fuimos conociendo el movimiento y realidad de la población. A los dos años se dio un paso significativo en nuestro compromiso sacerdotal que marcó mi (nuestras) vida (s) para siempre. Yo tuve que dejar el piso donde vivía al lado de la parroquia y también la familia, y juntos nos fuimos a vivir al “barrio indio “ -así llamado-, situado en la periferia de la población donde habitaban las familias más humildes.


Se fue gestando la vocación misionera que fraguó en mi estando de párroco en Fortaleny. D. Miguel Angel había decidido irse a misiones a las islas del sur de Chile junto con D. Alfonso Bonafont. Al cabo de un cierto tiempo, fue la visita del obispo valenciano Juan Luis Ysern, obispo de Ancud, Chiloé, quien me afianzó en este compromiso. Vino a visitar la parroquia y a darme saludos en nombre de D. Miguel Ángel. En todo lo que sucedió después, os digo, comprendí que Dios me llamaba. Lo cuento porque ese acontecimiento fue la consolidación de mi vocación misionera que creo que no se hubiera producido, pues la consideraba demasiado para mí. Pasados unos tres meses desde la visita del obispo, lo encontré en Valencia muy deteriorado debido a un ictus cerebral, causándole unas limitaciones que aparecían visibles por su modo de andar y la expresión de su rostro. En ese encuentro me invitó a acompañarle en el trabajo pastoral. Le dije que yo me había ordenado no al servicio de la Diócesis de Valencia sino de la Iglesia universal. Después de confirmarlo, ese mismo día, con el arzobispo D Miguel Roca, a los 19 días , casi sin haberme despedido de los míos, con él y otros dos sacerdotes volábamos hacia Chile.


En las islas de Chiloé, transcurrieron 15 años, los más providenciales de mi vida sacerdotal, me fui a los 29 años, porque me dejé llevar por la pasión de ser útil a otros y que había descubierto por las conversaciones con D. Juan Luis en Valencia. Con D. Miguel Ángel, estando en islas distintas, compartimos los primeros cinco años, hasta que regresó a España.


Nuestro trabajo consistió en atender las comunidades dispersas por las islas y afianzar a sus responsables para que en nuestras ausencias se siguieran manteniendo activas: formación de los fiscales, - llamados así a los que ejercían como líderes en la comunidad cristiana, elegidos por los sacerdotes en sus visitas a las comunidades-, levantando consejos de capilla, atendiendo a catequistas, visitando a las escuelas, enfermos y celebrando los sacramentos y la Eucaristía cada cierto tiempo pues -quedaban a cargo de los pocos sacerdotes y religiosas que éramos unas 17 comunidades repartidas en varias islas. Por ejemplo la Pascua y la Navidad, o el miércoles de ceniza lo celebraba 17 veces. Acompañados de las lluvias casi permanentes y trasladándonos en las lanchas a remo o a motor que los mismos isleños usaban para sus desplazamientos.


Atravesando las islas caminando o a caballo según las distancias. Llegué a querer a la gente y sentir también cómo ellos tenían un gran afecto y cariño hacia mí, así compartimos gozos y penas juntos. Y al igual que partí guiado por una llamada, hoy digo que fue providencial, aquel 19 de enero de 1976, sin saber bien por qué, así creo que dejándome conducir por el querer de Dios que dirige nuestra historia, debido a una enfermedad y debilidad notable que me sobrevino, después de consultar con mis superiores y también a unas monjas de clausura, hijas de Fortaleny que sabía no me abandonaban en sus oraciones, -quería estar seguro que no era mi voluntad sino el querer de Dios- me recomendaban regresar. Os digo que de no haber sucedido esto, creo que no me hubierais conocido. Regresé el 1 de diciembre de 1990.



A mi regreso el arzobispo D. Miguel Roca, decidió enviarme de vicario a la parroquia del Buen Pastor de Valencia, donde transcurrieron 9 años, colaborando con D. José Minguet y en los dos últimos años 1996 y 97 hasta mediados de ese año junto a D. Juan Piris hasta su nombramiento como obispo. Durante este tiempo donde seguí disfrutando afianzando la comunidad desde la catequesis, liturgia, vida ascendente, con el grupo de jóvenes etc. Los años fueron transcurriendo robustecido por la experiencia misionera que siempre ha marcado mi vida sacerdotal. Sobre todo, junto a los catequistas y algunos jóvenes – hoy, con la satisfacción de ver a Jesús Girón, miembro del grupo de jóvenes, sacerdote - fue creciendo una muy provechosa relación y cercanía, que permanece hasta hoy.


El arzobispo D. Agustín en septiembre de 1998 me envió a Burjassot . Fue un 27 de septiembre de 1998 donde me encuentro hasta hoy casi a punto de cumplirse 23 años.


Termino esta rápida pincelada histórica diciendo que junto a D. Ramón Hurtado y D. Francisco Mora, desde septiembre de 2020, los tres, como párrocos in solidum me encuentro -nos encontramos- ilusionado (s) como el primer día, tratando, a pesar de la pandemia que estamos sufriendo, de levantar nuestras comunidades de San Miguel Arcángel, San Juan de Ribera y la del Sagrado Corazón con verdadero espíritu misionero, unidos, desde el diálogo, en oración y junto a los laicos tratar de traducir el anuncio de siempre y para hoy de la Buena Noticia de Jesús.


Mi historia ha sido siempre ésta. Sentirme conducido por el Señor a pesar de que no siempre comprendía por donde me llevaba, pero eso sí, siempre tenía claro y tengo plena seguridad que con El no hay temor que no pueda ser vencido (Mt 14, 27) “ no tengáis miedo, soy Yo”.

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