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MAGISTERI Testimoni martirial

La persecución en la vida de la Iglesia
Miguel Navarro Sorní

Por lo general, cuando hablamos de persecuciones solemos pensar de inmediato en los cristianos arrojados a los leones en los primeros siglos del cristianismo; y sin embargo, la persecución de los cristianos es ahora más actual que nunca. De hecho, los mártires cristianos del siglo XX e inicios del XXI superan con mucho a todos los habidos en siglos anteriores. Según el informe Libertad religiosa en el mundo. 2018, realizado por Ayuda a la Iglesia Necesitada, cerca de 327 millones de cristianos viven en países afectados por la persecución religiosa.
En su forma más leve, la intolerancia hacia los cristianos se manifiesta en forma de comentarios hostiles, vejatorios o burlescos en los medios de comunicación, en el entorno social o dentro de un determinado grupo. Es una persecución “educada”, como dice el papa Francisco, que se presenta “disfrazada de cultura, de modernidad, de progreso”. Luego, tenemos en algunos países la discriminación, que recorta los derechos sociales de los cristianos, por ejemplo a la hora de conseguir un trabajo o de obtener permiso para construir una iglesia. Finalmente, está la persecución abierta, cuando algunos son arrestados, detenidos, enviados a campos de trabajo, torturados e incluso ejecutados, por el simple hecho de ser cristianos. Incluso podemos hablar de genocidio, para exterminar por completo a los cristianos de una región, como ocurrió en Irak en 2014. 

En la actualidad, millones de personas sufren persecución de un modo u otro por el simple hecho de creer en Cristo.

Mas no debemos extrañarnos de esto. La persecución ha acompañado a la Iglesia desde sus inicios, pues esta nace precisamente de un martirio: el de Cristo en la cruz, como pone de relieve el evangelista san Juan cuando, en su relato de la pasión, dice que “uno de los soldados con la lanza le traspasó el costado y al punto salió sangre y agua” (Jn 19,34), símbolos de la Eucaristía y el Bautismo, que forman y mantienen a la Iglesia, nacida del costado traspasado de Cristo.

Así pues, la persecución es una realidad inherente a la Iglesia, como nos recordó Francisco en su homilía del 12 de abril de 2016: “la persecución es una de las características de los rasgos de la Iglesia, que impregna toda su historia”. Por tanto, no debemos extrañarnos de que se dé permanentemente en el curso de la historia de la Iglesia (con mayor o menor intensidad según las épocas), pues si esta es fiel a la misión que le encomendó su fundador, no puede correr una suerte diversa de la de su Maestro y Señor: despreciado, burlado, perseguido, crucificado. Jesús mismo lo anunció varias veces a sus discípulos: “En el mundo tendréis pruebas” (Jn 16,33), “todos os odiarán por mi causa” (Mt 10,22). De hecho, la ausencia de persecuciones no es algo que favorezca a la Iglesia, sino a menudo es síntoma de una acomodación al mundo, de una disminución del espíritu cristiano, de una debilitación dela fe, que hace que no sea sal ni luz del mundo, y por lo tanto no provoque, no queme ni alumbre, no incomode, y en consecuencia, no sea perseguida.

Por otra parte, la persecución es la condición de fecundidad de la Iglesia. Jesús lo afirmó claramente cuando dijo: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere queda infecundo” (Jn 12,24). Se refería a su sacrificio en la cruz, pero un sacrificio con el que todos los cristianos estamos configuradospor el bautismo, y con el que debemos configurarnos siempre de un modo espiritual y, si fuera necesario, también de un modo material, derramando nuestra sangre como él para dar testimonio del Padre, del Amor del Padre.

Ya en los primeros días de la Iglesia naciente se vio esto cuando en Jerusalén, según narran los Hechos de los Apóstoles, se desató una violenta persecución contra los cristianos helenistas, de la que fue víctima san Esteban. Pues bien, la persecución no logró sofocar la fe cristiana, sino todo lo contrario: la difundió por el mundo, pues, como se nos dice en Hechos (8,1-4), los perseguidos “se dispersaron por Judea y Samaria”, y “al ir de un lugar para otro, los prófugos iban difundiendo la Buena Noticia”. La persecución provoca la expansión de la Iglesia, su salida de los estrechos límites de Jerusalén y su apertura al mundo entero. Y así es siempre, aunque nos cueste creerlo, aunque no veamos palpablemente los resultados. Como dijo Tertuliano: “la sangre de los cristianos es una semilla”, que produce nuevos cristianos.

De hecho, según los Hechos de los Apóstoles, la persecución no representa nunca el fin de la Iglesia, al contrario, esta sale victoriosa de la prueba, purificada y más libre para desempeñar su misión evangelizadora. Si leemos Hch 4, 21-31 y 5, 41, vemos cómo la persecución no detiene a los apóstoles, quienes después de ser encarcelados y azotados no callan, sino que “predicaban con valentía la palabra de Dios”, y salen “contentos de haber merecido aquel ultraje por el Nombre” de Jesucristo. Podemos decir que la persecución confirma a la Iglesia en su misión de anunciar la palabra, más aun, provoca una mejora del anuncio, que al fin de la primera persecución es calificado de predicar “con mucha valentía” (Hch4, 31), que se amplía en espacio y tiempo al final de la segunda persecución, pasando de anunciar la palabra solo algunas veces en las plazas de Jerusalén a hacerlo “todos los días en el templo y por las casas” (Hch5, 42), para llegar con la tercera persecución a “Judea y Samaría” (Hch8, 1).

Es decir, después de cada persecución hay una revitalización de la Iglesia, una ampliación del anuncio del evangelio. De modo que la persecución, lejos de ser un elemento negativo, se revela como un elemento positivo de maduración de la Iglesia, no es un incidente, un mero obstáculo en el camino de esta, sino el paso obligado −la cruz− a través del cual la Iglesia puede renacer concretamente. La persecución concentra a la Iglesia en lo esencial de su misión: el anuncio del evangelio, y cualifica su anuncio, lo hace más creíble al avalarlo con el testimonio de vida del que lo anuncia, con los padecimientos que asume a causa del mismo. De hecho, también en la actualidad observamos que allí donde arrecia la persecución, la fe se fortifica, se hace más viva, más auténtica y apostólica.

Ahora bien, no debemos pensar solo en la persecución cruenta o vejatoria. Las narraciones martiriales de la antigüedad cristiana nos muestran que, a menudo, los perseguidores tratan de apartar al cristiano de su fe no solo con la amenaza de los castigos, sino también con halagos, con lisonjas o la promesa de premios. La unción al poder, el dinero, los privilegios y prerrogativas pueden representar para la Iglesia una persecución encubierta mucho más letal que la cruenta, pues esta, como hemos visto, purifica a la Iglesia y la afianza en su misión evangelizadora, mientras que la otra la acomoda y aparta de la misma, la anquilosa.

La vida de la Iglesia se desarrolla siempre en medio de dos persecuciones: la de la hostilidad del mundo o la del favor del mundo. En ambos casos, la Iglesia debe recordar que está llamada a ser “mártir”, es decir testigo, testigo de Cristo.

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"Como si Dios no existiera” “Etsi Deus non daretur”
Darío Mollá Llácer sj

Etsi Deus non daretur”: expresión que el teólogo alemán Dietrich Bonhoeffer recupera en sus reflexiones desde la cárcel durante la persecución nazi para hablar de cómo vivir la experiencia y el testimonio de Dios en un momento en que, personal y socialmente, se experimenta más su ausencia que su presencia. Expresión que nos invita a preguntarnos y profundizar en el modo como vivimos y damos testimonio de la fe cuando mayor es esa dificultad. Pregunta y profundización necesarias y sumamente útiles. “Etsi Deus nos daretur”: nos referimos a esos momentos de profunda oscuridad que han atravesado creyentes de todos los tiempos y que hoy tampoco nos son extraños ni a nivel personal ni a nivel social.

Por ceñirme a la experiencia y formulación de San Ignacio de Loyola, y, en concreto, a sus Ejercicios Espirituales, al introducir la contemplación de los misterios de la Pasión de Cristo habla San Ignacio de “considerar cómo la divinidad se esconde… y como deja padecer la sacratísima humanidad tan crudelísimamente” (Ej. 196). Y en sus reglas de discernimiento define la situación de desolación espiritual como una experiencia de que “… el Señor le ha abstraído su mucho hervor, crecido amor y gracia intensa, quedándole tamen gracia suficiente para la salud eterna” (Ej. 320). Hablamos de situaciones de desolación personal y social que nos llevan no sólo a pensar en el “escondimiento” o la “ausencia” de Dios, sino a dudar incluso de su misma existencia.

Quiero hacer mención, de entrada, de algunas de esas situaciones en nuestra vida personal y ministerial, situaciones que nos generan incertidumbre, desencanto, angustia e incluso un profundo dolor: el dolor de quien siente cuestionado, desde fuera y, sobre todo, desde dentro el sentido mismo de su vida. Cada uno de nosotros podemos añadir nuestras propias experiencias.

Podemos hablar de la “ausencia” de Dios en nuestra sociedad, de ese silencio clamoroso sobre Dios en nuestra cultura, de la ausencia de significado de Dios para la vida de una gran mayoría de nuestros contemporáneos, empezando muchas veces por nuestras propias familias. Ese Dios que para nosotros es el centro de la vida no significa nada para nuestro mundo, fuera de los círculos cada vez más reducidos de creyentes en los que nos movemos. O no pasa de ser un elemento añadido y superficial en ciertos momentos o incluso algo que tiene que ver más con lo folklórico que con los desafíos de la vida cotidiana y las respuestas que damos a ellos. Y quizá hasta llegamos a preguntarnos alguna vez si no seremos nosotros los ilusos o equivocados.

Podemos hablar de la “ausencia” de Dios al referirnos también a la experiencia de inutilidad, esterilidad o fracaso de tantos y tan variados y programados y creativos esfuerzos de evangelización. No importa el signo: ni “conservadores”, ni “progresistas”. Convencemos a los ya convencidos, pero difícilmente atravesamos esa frontera. Y tantas pastorales, bien concebidas y bien hechas, con generosidad inmensa por agentes pastorales de todo tipo, obtienen resultados bien nimios. Es verdad que aún queda capacidad de convocar de vez en cuando magnos eventos: ¿pero qué queda de ellos pasado el tiempo? ¿qué influencia real tienen en la vida de la gente? Sufrimos, sin duda, por ello.
Nos duele, ¡cómo no!, esa sentimiento de “ausencia” de Dios ante tanto sufrimiento humano del que somos testigos en sus múltiples formas: la soledad, la injusticia, la trata de personas, la pobreza infantil, la exclusión de multitudes, la violencia y la guerra como negocio… Y, seamos sinceros, nos duelen los “silencios” de Dios que experimentamos en muchos momentos de nuestra vida, en muchas de nuestras angustias, soledades, impotencias, fracasos…

“Etsi Deus non daretur”: la fe es sometida a prueba, a una dura prueba. Pero esa prueba es la ocasión de ir al fondo de la fe, de llegar a una fe desnuda pero auténtica, sin ropajes y sin apoyos exteriores. Fe que, puesta a prueba, se manifiesta en su plena autenticidad de virtud teologal y de don de la gracia. Brevemente, quiero señalar tres características de esa fe radical y profunda a la que somos llamados y por la que, si el Señor nos la concede, somos bendecidos.

Una fe así pone de manifiesto el carácter de gratuidad tanto de la fe recibida como del testimonio de fe al que somos llamados. Nuestra fe no es mérito o premio, sino regalo concedido día a día, nunca poseído, y por el que día a día hemos de dar gracias, y es en el agradecimiento donde la fe se fortalece. Y desde ahí damos un testimonio que nos nace con alegría del corazón, que no es cuestión “de oficio”, y que no depende nunca del éxito que se obtiene o de la acogida que se recibe, aunque bien quisiéramos que todos recibieran esa gracia de Dios y que nosotros no seamos impedimento para ello.

Descubrimos que la fe auténtica ha de convivir con preguntas, a veces muy radicales, y que en muchas ocasiones no van a encontrar respuesta, preguntas que hemos de “guardar en el corazón”. La fe no es un vademécum de respuestas para todas las cuestiones que la vida nos va planteando. Entendemos que fe es fiarse, y fiarse sólo es necesario cuando no se tiene evidencia ni certeza: o sólo la certeza del Amor que nos creó y que nos espera.

Finalmente, descubrimos y vivimos que la fe es abandono: abandonarse en Dios, en sus manos. Y abandonarse es darse, entregarse, asumir riesgos…

Acabo con unas preciosas palabras del Beato Rupert Mayer sj, compatriota, contemporáneo y co-víctima también de la barbarie nazi que sufrió Bonhoeffer:
“Señor: Porque tú lo quieres, por eso es bueno. Y porque tú lo quieres, por eso tengo valor. Mi corazón descansa en sus manos”.

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“Com si Déu existira” “Etsi Deus daretur”
Vicenta Aparicio Alcover. (València)

Habitualment acostume a llegir algun llibre de filosofia i de teologia. No soc experta en la matèria, però m’agrada reflexionar sobre alguns temes de la vida quotidiana.

A propòsit, llig cartes d’alguns prelats i he de dir, amb tot el respecte, que em cauen de les mans, sobretot per l’ús tan excessiu i reiteratiu que fan de la paraula «Déu». I, amb permís, jo els recomanaria situar-se a una certa distància, justa i raonable, si volen comunicar amb l’home dels nostres dies. Una certa reserva vindria bé.

M’explique. ¿Com és possible que en una carta breu de menys d’un foli s’use 36 vegades la paraula «Déu»? ¿Com explicar esta referència constant i obsessiva? Cal analitzar això que els està passant, a diversos prelats, a molts sacerdots i també a alguns laics de determinats moviments.

Compartisc breument estes reflexions i convide a prosseguir l’anàlisi en altres articles, amb col·laboradors més experts en la matèria.
Entre els molts punts de continuïtat entre Benet XVI i el papa Francesc podem trobar la proposta de «viure com si Déu existira». En efecte, ja des de l’inici del seu pontificat, Benet XVI havia proposat amb claredat «viure com si Déu existira» com una ineludible i urgent necessitat de la convivència social.

Hugo Grotius (1583-1645) és reconegut com l’autor de la frase «Etsi Deus non daretur», viure com si Déu no existira, forjada en temps de captivitat i com a recurs davant d’allò que alguns denominen el silenci de Déu. En 1998, Joseph Ratzinger, conegut com un dels teòlegs més brillants de la història, va elaborar per a Joan Pau II, l’encíclica Fides et Ratio, Fe i Raó amb la pretensió de reconciliar l’ideari catòlic amb la Il·lustració. I això explica que l’any 2005, quan ja era Papa, Benet XVI justificarà la inversió de la frase de Grotius, fins al punt que per a ell, en el món de hui, orfe de valors morals, correspon viure com si Déu existira, fins i tot per als qui manquen de força per a creure.
Així, en 2005, deia Benet XVI als sacerdots de la diòcesi d’Aosta (25 de juliol de 2005):

«En el temps de l’Il·luminisme, els catòlics i els protestants, encara que no compartien la mateixa fe, pensaven que havien de conservar els valors morals comuns, donant-los un fonament suficient. Pensaven: hem de fer que els valors morals siguen independents de les confessions religioses, de manera que es mantinguen «etsi Deus non daretur».

Hui ens trobem en una situació oposada; s’ha invertit la situació. Ja no resulten evidents els valors morals. Només resulten evidents si Déu existix. Per això, he suggerit que els «laics», els així anomenats «laics», haurien de reflexionar si per a ells no val hui el contrari: hem de viure «etsi Deus daretur»; encara que no tinguem la força per a creure, hem de viure basant-nos en esta hipòtesi, perquè en cas contrari el món no funciona. I, a parer meu, este seria un primer pas per a acostar-se a la fe. En molts contactes veig que, gràcies a Déu, augmenta el diàleg almenys amb part del laïcisme».

Per la seua part, el papa Francesc en l’exhortació Evangelii Gaudium, aplica estes idees de Benet XVI al camp de la política i l’economia:
«¡Demane a Déu que cresca el nombre de polítics capaços d’entrar en un diàleg autèntic que s’oriente eficaçment a sanar les arrels profundes i no l’aparença dels mals del nostre món! La política, tan denigrada, és una altíssima vocació, és una de les formes més precioses de la caritat, perquè busca el bé comú. Hem de convéncer-nos que la caritat “no és només el principi de les microrelacions, com en les amistats, la família, el grup menut, sinó també de les macrorelacions, com les relacions socials, econòmiques i polítiques”. ¡Pregue al Senyor que ens regale més polítics als qui els dolga de veres la societat, el poble, la vida dels pobres! És imperiós que els governants i els poders financers alcen la mirada i amplien les seues perspectives, que procuren que hi haja treball digne, educació i atenció sanitària per a tots els ciutadans. I, ¿per què no acudir a Déu perquè inspire els seus plans? Estic convençut que a partir d’una obertura a la transcendència podria formar-se una nova mentalitat política i econòmica que ajudaria a superar la dicotomia absoluta entre l’economia i el bé comú social» (EG 205).

I en l’encíclica Lumen Fidei, que va ser signada pel papa Francesc, reconeixent que una part havia sigut escrita per Benet XVI, llegim:
«En configurar-se com a via, la fe concerneix també la vida dels hòmens que, encara que no creguen, desitgen creure i no deixen de buscar. En la mesura en què s’obrin a l’amor amb cor sincer i es posen en marxa amb aquella llum que aconseguixen assolir, viuen ja, sense saber-ho, en la senda cap a la fe. Intenten viure com si Déu existira, a vegades perquè reconeixen la seua importància per a trobar orientació segura en la vida comuna, i altres vegades perquè experimenten el desig de llum en la foscor, però també intuint, a la vista de la grandesa i la bellesa de la vida, que esta seria encara més gran amb la presència de Déu» (LF 35).

Sens dubte, esta proposta de viure «com si Déu existira» té profundes conseqüències en la vida quotidiana de les societats, sobretot perquè augmenta el sentit de fraternitat i transcendència i incorpora un principi inamovible a la convivència humana, que és font de justícia i de pau.
Esta proposta que està en els dos papes, a parer meu, Francesc la presenta no en abstracte sinó en concret, posant en el centre a Jesús; no tant de forma filosòficament pessimista sinó de manera històrica, bíblica, en la vida quotidiana de les persones; de manera humanista, martirial, esperançada, sense contraposar raó i fe. I sense mantindre el cristianisme com un baluard. Francesc parla evitant fanatismes religiosos (Müller, Sarah...), de manera cívica; buscant el que ens unix en una societat laica però sense caure en un relativisme moral. Per a Francesc parlar bé de Déu és correcte i important, sense reduccions i obsessions.

Acabe amb una cita:
«No hi ha cap dubte, tota la predicació i la persona de Jesús, no poden entendre’s sense Déu, no poden comprendre’s si es prescindix de Déu o se l’exclou radicalment... Però dit açò, cosa amb la qual és impossible no estar d’acord... El cristià, i sobretot el catòlic, no té més que travessar el corredor per a trobar-se entre els ateus, els seus veïns de pis. En el cristianisme hi ha des de sempre una certa reserva, una clara moderació, en relació amb Déu que val la pena analitzar» (A. Gesché: La paradoja del cristianismo, Sígueme, pàg. 26-27).
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