Por lo general, cuando hablamos de persecuciones solemos pensar de inmediato en los cristianos arrojados a los leones en los primeros siglos del cristianismo; y sin embargo, la persecución de los cristianos es ahora más actual que nunca. De hecho, los mártires cristianos del siglo XX e inicios del XXI superan con mucho a todos los habidos en siglos anteriores. Según el informe Libertad religiosa en el mundo. 2018, realizado por Ayuda a la Iglesia Necesitada, cerca de 327 millones de cristianos viven en países afectados por la persecución religiosa.
En su forma más leve, la intolerancia hacia los cristianos se manifiesta en forma de comentarios hostiles, vejatorios o burlescos en los medios de comunicación, en el entorno social o dentro de un determinado grupo. Es una persecución “educada”, como dice el papa Francisco, que se presenta “disfrazada de cultura, de modernidad, de progreso”. Luego, tenemos en algunos países la discriminación, que recorta los derechos sociales de los cristianos, por ejemplo a la hora de conseguir un trabajo o de obtener permiso para construir una iglesia. Finalmente, está la persecución abierta, cuando algunos son arrestados, detenidos, enviados a campos de trabajo, torturados e incluso ejecutados, por el simple hecho de ser cristianos. Incluso podemos hablar de genocidio, para exterminar por completo a los cristianos de una región, como ocurrió en Irak en 2014.
En la actualidad, millones de personas sufren persecución de un modo u otro por el simple hecho de creer en Cristo.
Mas no debemos extrañarnos de esto. La persecución ha acompañado a la Iglesia desde sus inicios, pues esta nace precisamente de un martirio: el de Cristo en la cruz, como pone de relieve el evangelista san Juan cuando, en su relato de la pasión, dice que “uno de los soldados con la lanza le traspasó el costado y al punto salió sangre y agua” (Jn 19,34), símbolos de la Eucaristía y el Bautismo, que forman y mantienen a la Iglesia, nacida del costado traspasado de Cristo.
Así pues, la persecución es una realidad inherente a la Iglesia, como nos recordó Francisco en su homilía del 12 de abril de 2016: “la persecución es una de las características de los rasgos de la Iglesia, que impregna toda su historia”. Por tanto, no debemos extrañarnos de que se dé permanentemente en el curso de la historia de la Iglesia (con mayor o menor intensidad según las épocas), pues si esta es fiel a la misión que le encomendó su fundador, no puede correr una suerte diversa de la de su Maestro y Señor: despreciado, burlado, perseguido, crucificado. Jesús mismo lo anunció varias veces a sus discípulos: “En el mundo tendréis pruebas” (Jn 16,33), “todos os odiarán por mi causa” (Mt 10,22). De hecho, la ausencia de persecuciones no es algo que favorezca a la Iglesia, sino a menudo es síntoma de una acomodación al mundo, de una disminución del espíritu cristiano, de una debilitación dela fe, que hace que no sea sal ni luz del mundo, y por lo tanto no provoque, no queme ni alumbre, no incomode, y en consecuencia, no sea perseguida.
Por otra parte, la persecución es la condición de fecundidad de la Iglesia. Jesús lo afirmó claramente cuando dijo: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere queda infecundo” (Jn 12,24). Se refería a su sacrificio en la cruz, pero un sacrificio con el que todos los cristianos estamos configuradospor el bautismo, y con el que debemos configurarnos siempre de un modo espiritual y, si fuera necesario, también de un modo material, derramando nuestra sangre como él para dar testimonio del Padre, del Amor del Padre.
Ya en los primeros días de la Iglesia naciente se vio esto cuando en Jerusalén, según narran los Hechos de los Apóstoles, se desató una violenta persecución contra los cristianos helenistas, de la que fue víctima san Esteban. Pues bien, la persecución no logró sofocar la fe cristiana, sino todo lo contrario: la difundió por el mundo, pues, como se nos dice en Hechos (8,1-4), los perseguidos “se dispersaron por Judea y Samaria”, y “al ir de un lugar para otro, los prófugos iban difundiendo la Buena Noticia”. La persecución provoca la expansión de la Iglesia, su salida de los estrechos límites de Jerusalén y su apertura al mundo entero. Y así es siempre, aunque nos cueste creerlo, aunque no veamos palpablemente los resultados. Como dijo Tertuliano: “la sangre de los cristianos es una semilla”, que produce nuevos cristianos.
De hecho, según los Hechos de los Apóstoles, la persecución no representa nunca el fin de la Iglesia, al contrario, esta sale victoriosa de la prueba, purificada y más libre para desempeñar su misión evangelizadora. Si leemos Hch 4, 21-31 y 5, 41, vemos cómo la persecución no detiene a los apóstoles, quienes después de ser encarcelados y azotados no callan, sino que “predicaban con valentía la palabra de Dios”, y salen “contentos de haber merecido aquel ultraje por el Nombre” de Jesucristo. Podemos decir que la persecución confirma a la Iglesia en su misión de anunciar la palabra, más aun, provoca una mejora del anuncio, que al fin de la primera persecución es calificado de predicar “con mucha valentía” (Hch4, 31), que se amplía en espacio y tiempo al final de la segunda persecución, pasando de anunciar la palabra solo algunas veces en las plazas de Jerusalén a hacerlo “todos los días en el templo y por las casas” (Hch5, 42), para llegar con la tercera persecución a “Judea y Samaría” (Hch8, 1).
Es decir, después de cada persecución hay una revitalización de la Iglesia, una ampliación del anuncio del evangelio. De modo que la persecución, lejos de ser un elemento negativo, se revela como un elemento positivo de maduración de la Iglesia, no es un incidente, un mero obstáculo en el camino de esta, sino el paso obligado −la cruz− a través del cual la Iglesia puede renacer concretamente. La persecución concentra a la Iglesia en lo esencial de su misión: el anuncio del evangelio, y cualifica su anuncio, lo hace más creíble al avalarlo con el testimonio de vida del que lo anuncia, con los padecimientos que asume a causa del mismo. De hecho, también en la actualidad observamos que allí donde arrecia la persecución, la fe se fortifica, se hace más viva, más auténtica y apostólica.
Ahora bien, no debemos pensar solo en la persecución cruenta o vejatoria. Las narraciones martiriales de la antigüedad cristiana nos muestran que, a menudo, los perseguidores tratan de apartar al cristiano de su fe no solo con la amenaza de los castigos, sino también con halagos, con lisonjas o la promesa de premios. La unción al poder, el dinero, los privilegios y prerrogativas pueden representar para la Iglesia una persecución encubierta mucho más letal que la cruenta, pues esta, como hemos visto, purifica a la Iglesia y la afianza en su misión evangelizadora, mientras que la otra la acomoda y aparta de la misma, la anquilosa.
La vida de la Iglesia se desarrolla siempre en medio de dos persecuciones: la de la hostilidad del mundo o la del favor del mundo. En ambos casos, la Iglesia debe recordar que está llamada a ser “mártir”, es decir testigo, testigo de Cristo.