Multitud de respuestas se han dado a la pregunta sobre las dimensiones constitutivas del ser humano, que a su vez están condicionadas por la respuesta que se dé a la pregunta sobre qué es el ser humano. Todas ellas no deberían obviar, aunque a menudo lo hagan, que no existe el “ser humano”, sino personas concretas, individuos, miembros de una misma especie, que lo son desde su concepción, desde su inicio. En su proceso de desarrollo y crecimiento toda persona irá alcanzando, en condiciones normales, el cumplimiento de todas sus potencialidades, pero no cambiará de naturaleza.
Podemos señalar, casi como media estadística de esa suma de respuestas a las que aludíamos al principio, que las dimensiones del ser humano, de cada individuo concreto, serían la física o corporal, la psicológica o emocional, la cognitiva o cultural y, excepto para los más dogmáticos, la espiritual o trascendente. En esta última, la fase más evolucionada sería el sentimiento religioso, la experiencia de religación con la divinidad que, en la mayoría de los casos, aunque no siempre, conlleva la religación con el resto de los humanos, de las personas con las que compartimos la existencia.
La Constitución Española de 1978, en su artículo 27, dedicado al derecho a la educación, establece, en el apartado 2, que «la educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales.» Precisamente, si queremos cumplir con el espíritu de este artículo, e incluso con su literalidad, para que pueda alcanzarse «el pleno desarrollo de la personalidad humana» no podemos hurtar la presencia en la escuela del hecho religioso. Y no como una cuestión meramente cultural, no solo como un conocimiento histórico –o, menos aún, ya “arqueológico”-, sino como un derecho individual vinculado a la libertad de pensamiento y de conciencia. Esa aproximación cultural o histórica a la que aludíamos podría hacerse desde las asignaturas de Ciencias Sociales, Historia o Filosofía, sin necesidad de una asignatura de Religión, pero esto no haría justicia a la dimensión trascendente de la naturaleza humana. Con esto tendríamos ya una razón por la cual es no solo conveniente, sino necesaria, la presencia de la Religión en la escuela.
San Juan Pablo II, en su Mensaje a los Jefes de Estado de los países firmantes del Acta Final de Helsinki, firmado el 1 de septiembre de 1980, recordaba que «al tema de los derechos del hombre, y en particular al de la libertad de conciencia y de religión, ha dedicado la Iglesia católica en estos últimos decenios una seria reflexión, estimulada por la experiencia diaria de la vida de la misma Iglesia y de los creyentes… la Iglesia desea presentar a las altas autoridades de los países que firmaron el Acta Final de Helsinki algunas consideraciones particulares, que favorezcan un serio examen de la situación actual de esta libertad, a fin de que pueda ser eficazmente garantizada en todas partes. Lo hace consciente de responder al compromiso común, contenido en el Acta Final, de "promover y alentar el real ejercicio de las libertades y derechos civiles, políticos, económicos, sociales, culturales y otros, que se desprenden todos ellos de la dignidad inherente a la persona humana y que son esenciales para el desarrollo libre e integral de todas sus posibilidades".» El respeto a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión no es una cuestión menor con respecto a otros derechos “políticos” –reunión, manifestación, libertad de expresión y de prensa, participación política- que parecen tener una mayor relevancia social.
En el año 2002, el Cardenal García-Gasco escribía que «Juan Pablo II no ha dejado de insistir en que la libertad religiosa es una especie de termómetro para medir el verdadero alcance de la libertad de las personas y de los pueblos.» Podríamos decir que la eliminación de la asignatura de Religión de la escuela sería, además de un incumplimiento flagrante de un tratado internacional válidamente suscrito por España (arts. 10.2, 16 y 96.1 de la Constitución) – Acuerdo entre el Estado Español y la Santa Sede sobre Enseñanza y Asuntos Culturales-, muestra de una limitación real y efectiva de las libertades. Podría ser ésta una segunda razón para avalar la presencia de la Religión en nuestras aulas.
Porque en esta cuestión estamos hablando de libertad y de derechos. No es un privilegio ni un capricho que los padres puedan elegir el tipo de educación que desean para sus hijos. Es un derecho de las familias; no lo es de la Iglesia –de las distintas iglesias y credos-, ni de los docentes, ni de los curas, ni de los titulares de los centros. Tercera razón: respetar la libertad y los derechos de los padres, primeros responsables de la educación de sus hijos. En efecto, los padres, cualquiera que sea su religión o creencia, ejercen sus derechos constitucionales y fundamentales al reclamar que sus hijos reciban la formación filosófica, pedagógica, religiosa o moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones (arts. 27.3 de la Constitución, 26.3 de la DUDH, Principio VII de la Declaración de los Derechos del Niño, 2 del Protocolo Adicional I del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y Libertades Fundamentales, 14.3 de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, entre otros acuerdos y pactos internacionales, además de diversos pronunciamientos de los tribunales).
Por éstas y otras muchas razones, por derecho y por justicia, la asignatura de Religión debe seguir impartiéndose en las escuelas.