Montserrat Escribano realizó su Programa de Doctorado en Ética y Democracia por la Universitat de València. Su tesis, en torno a la neuroética y la identidad personal, mereció una mención internacional además de resultar galardonada con el Premio Extraordinario de Doctorado 2016-2017. Licenciada también en Teología, actualmente imparte clases en la Facultad de Teología San Vicente Ferrer de Valencia y en el sector de la enseñanza secundaria.
El artículo que publicamos a continuación merece ser leído despacio. En el marco de nuestro interés por el tratamiento de la asignatura de Religión en el próximo plan de estudios, la autora nos introduce en su importancia desde nuestra realidad histórica actual, en la necesidad de articular un sistema educativo que garantice la enseñanza de un plurilingüismo religioso donde son las personas, y no las religiones, los “sujetos de derecho” que deben ser protegidos por el Estado, los horizontes axiológicos desde los que articular esta protección y los ítems curriculares que deberían vehicular esta enseñanza. Muchísimas gracias, Montserrat. David González Niñerola, profesor de Filosofía.
La situación actual ha propiciado que muchos de los contextos y las personas que parecían invisibilizadas hayan dejado de serlo, aunque sea en parte. En estos estos últimos meses se han instalado en nuestra realidad espacios que antes pasaban, para la mayoría, desapercibidos. Me refiero a lugares como hospitales, unidades de cuidados intensivos, tanatorios, residencias de mayores, colegios y centros de estudios. Ahora se han convertido en espacios desde los que interpretamos la realidad que atravesamos. Es decir, los visibilizamos como lugares con un valor cultural añadido pues, además de su actividad propia, señalan también el modo en que afrontamos una crisis sanitaria sin precedentes, al menos en cuanto a sus dimensiones pandémicas.
Nuevos lugares nos dan el pulso diario de lo que estamos viviendo de modo colectivo. Ofrecen datos, información, generan imágenes impactantes pero su fuerza reside en que son espacios que señalan los márgenes por donde la vida y la muerte transitan en la actualidad. Atraen nuestra atención porque nos devuelven la verdad que sostiene nuestra existencia, es decir, su fragilidad y su resistencia. Saber cómo responder, buscar un posible sentido a todo esto o bien pensar en la esperanza necesaria para continuar adelante no resulta sencillo. Son cuestiones de mucho calado y no tienen una respuesta única. Sin embargo, nos jugamos mucho en esta búsqueda ya que la vida política no trascurre solo entre modos y prácticas de gobierno, sino que también necesita ser pensada a partir del cuerpo que se muestra y se expone en los espacios públicos y en la vida común. Estas respuestas pueden inclinarse hacia la desesperanza, la desafección, la rabia o el odio, o bien hacia búsquedas de lenguajes más resistentes y compasivos. La filósofa Adela Cortina recordaba en estos últimos meses que tomar un tipo de decisiones u otras no es algo que pueda improvisarse según convenga, sino que requiere de unos hábitos cordiales previos adquiridos a través de la educación. Para que este tipo de aprendizajes políticos sucedan se requiere de tiempos largos que han de ser alimentados cognitivamente desde disciplinas distintas. Las humanidades, entre las que se encuentra también los estudios teológicos y las ciencias religiosas, son las disciplinas pertinentes para ofrecer y dotar a las personas de estas herramientas vitales.
La búsqueda de sentido, en estos momentos, pasa por adoptar medidas de precaución, de distanciamiento o incluso de aislamiento. Somos muchas las personas que estamos repensando qué significa la vida en común, de qué se alimenta, qué la fortalece o qué la debilita. También los jóvenes y niños buscan sus propias respuestas. Los meses de confinamiento han transformado su interacción con el mundo y, como los adultos, tuvieron que echar mano también de medios materiales, de sus posibilidades espirituales y hábitos morales para afrontar y sobrellevar este tiempo. La educación, su ausencia, la dificultad para su seguimiento, las brechas económicas y culturales que esta situación ha desvelado fueron algunas de nuestras preocupaciones centrales y ha hecho que pongamos en cuestión el contenido curricular educativo.
En los primeros días, en los hogares, no se repasaron ecuaciones matemáticas, formulaciones químicas o se aprovechó para reforzar la gramática, sino que se recurrió a los folios, a los colores, a la música, a la poesía mientras se buscaban palabras, sonidos, signos y metáforas con las que expresar lo extraño y duro que sucedía en el interior de cada uno. Los resultados se mostraron en una especie de arte efímero que colgó de nuestros balcones. Sin embargo, muchos hablaron de que nos enfrentábamos a una batalla o de que estábamos en lucha contra un virus, mientras que otros utilizaron términos como solidaridad, resistencia o apoyo mutuo en red. El papa Francisco, fue uno de los primeros en recurrir a un lenguaje no bélico refiriéndose a la humanidad como a una familia diversa que viajaba en una barca mientras era sorprendida por una enorme tempestad. Para afrontar esta situación, decía el papa, se dispone de escasas herramientas, una embarcación débil y unas redes, poco más, pero les salvaba la confianza y el sentirse sostenidos. Más allá de esta metáfora evangélica, descubrimos ahora que rasgos, como la solidaridad, la fortaleza de la resiliencia o la confianza son características profundamente humanas y necesarias para la vida en común pero que, como dice Cortina, no se improvisan, se educan.
Todo ello nos invita a pensar en una asignatura controvertida y escandalosa, la de Religión. El diseño de su contenido curricular, el modo pedagógico de impartirla, la formación de los y las docentes, los criterios de selección del profesorado por parte de la Delegación de Enseñanza o la relación con las familias resulta, casi siempre, piedra de escándalo. En cuanto el tema se presenta, la confrontación pública está servida polarizándose entre dos puntos que parecen irreconciliables. Así que, al tiempo que unos quieren mantener la clase de Religión católica, lo otros defienden una escuela «libre» de religión. El tema, como imaginan, es mucho más complejo y requiere ser abordado desde una perspectiva más amplia si lo que queremos es salir de la confrontación planteada entre un «sí» enrocado y un «no» falto de conocimiento ante lo religioso. Perpetuar esta situación debilita, en definitiva, nuestro sistema democrático.
Nuestras sociedades son cada vez más plurales y en ellas se da, un número cada vez mayor, de religiones y de búsquedas espirituales distintas. Pensar, como hasta hace unos años, que un mayor desarrollo cultural y científico supondría un detrimento de lo religioso o lo espiritual es una hipótesis fallida. Uno de los elementos característicos de nuestras culturas es que mostramos un gran aprecio por lo tecnológico, por lo científico, así como hacia cada una de sus aplicaciones, pero eso no ha supuesto la pérdida de las creencias religiosas. Más bien, como ha mostrado el sociólogo José Casanova, ha sucedido algo diferente. Ahora, la presencia de lo religioso se muestra con una mayor pluralidad.
Convivimos personas no confesionales con otras que sí lo son, al mismo tiempo que se han sumado, sin grandes dificultades, otras confesiones religiosas distintas. Es más, estamos cayendo en la cuenta ahora de que lo religioso tiene una presencia pública que señala buena parte de nuestra vida política.
Sin embargo, una de las cuestiones más importantes es que, en el Estado español como en el resto de Europa, hemos tenido Estados confesionales. Ahora, en nuestro territorio, estamos ensayando, tras la dictadura franquista, una democracia en un estado secular. Nos queda todavía mucho camino para lograr que cada persona pueda ejercer su derecho de creer en lo que quiera o tenga razones para argumentar.
Considero que debemos plantear estas cuestiones en términos de dignidad y de reconocimiento por parte de un Estado –secular, no laicista– es decir, capaz de proteger el pluralismo religioso en su interior como una muestra más de salud democrática. Pretender que el laicismo acabe con el hecho religioso se ha vuelto una quimera. Pero el Estado lo forman las personas; sus búsquedas, anhelos y utopías. Ahí es donde las creencias, las distintas corrientes espirituales, las búsquedas de sentido y los recorridos personales aparecen como modos subjetivos de llevar nuestras vidas adelante y todas merecen respeto. A pesar de su subjetividad no suceden solo en lo privado, sino que siempre tienen una implicación pública. Como sociedad, compartimos unos determinados valores morales y unas propuestas éticas de vida que deben convivir. Las religiones avivan propuestas a través de sus cosmovisiones de máximos y pueden, siempre dentro del marco democrático, llevarlas más lejos.
La historia, el sufrimiento provocado por defender una religión frente a otras nos recuerda que las doctrinas no tienen derechos, sino que son las personas las que los poseen. Los valencianos y valencianas hemos alimentado esa historia de la injusticia y la persecución. Sin embargo, también como sociedad, sabemos del ejercicio de la compasión, del aprecio por lo diferente, o como nos recuerda Cáritas diocesana, somos “Tierra generosa”. Frente a ello se sitúa aún el ejercicio de las prácticas injustas, de la indolencia, del desprecio o del odio. Determinadas ideologías se deslizan hacia prácticas fundamentalistas que se apropian de algunos contenidos religiosos para construir una identidad ficticia que es arrojada violentamente sobre otros. Este tipo de prácticas nos convierten en una sociedad inhumana y, a eso, también se aprende.
Por ello, debemos preguntarnos cómo queremos educar y ser educados, qué contenido darle a ese derecho esencial. La humanidad, la compasión, la dignidad, el cuidado, la vulnerabilidad, el perdón o la acogida son valores imprescindibles que se discuten y aprenden en las aulas donde se da Religión. La escuela, el sistema universitario, las aulas, las familias, las plazas y los espacios públicos, entre otros, forman un ecosistema donde aprendemos a convivir. En ellos, descubrimos que existen distintas visiones del mundo que deben ser protegidas y valoradas.
El aprendizaje del hecho religioso y de su presencia cultural no puede ser una injerencia en las conciencias, ni una negación de la sexualidad ni tampoco una legitimación de la invisibilización de las mujeres. Para evitarlo, tendríamos que revisar minuciosamente los contenidos, las pedagogías, los lenguajes de trasmisión, la formación y los conocimientos del profesorado que la imparte. También deberíamos repensar la responsabilidad de las diócesis en la tarea formativa teológica del profesorado y en la posible vinculación también con el sistema público universitario. Al mismo tiempo necesitamos una mejor presentación de la asignatura a las familias y los centros educativos.
El cultivo de la espiritualidad, de la interioridad, de lo religioso consiste en alimentar en los seres humanos el cuidado y la ternura hacia los otros. Es promover el aprecio hacia la diversidad, la responsabilidad hacia lo no humano y es también dotar de herramientas cognitivas para crear un mundo más justo y resistente. Hacer lo contrario, desprestigiar, silenciar o no querer educar esa capacidad humana podría ser una ocasión para fomentar el resentimiento y la desigualdad ya que solo aquello que se conoce se aprecia y se quiere. Quizá ahora que el desconcierto, el dolor y el sinsentido tienen una gran presencia podamos creativamente proponer una revisión de la asignatura de religión. No se trata de mantener o de eliminar un contenido curricular, sino de promover una democracia más libre y compasiva en la que las personas sepan interpretar críticamente el mundo que les rodea.
Desde hace un año, por voluntad de D. Antonio Cañizares, Gran Canciller de las dos instituciones académicas, la UCV y la Facultad de Teología iniciaron un camino de diálogo con los ojos puestos en el objetivo de la integración de esta última en el seno de la Universidad Católica. Para ello, se formaron cuatro Comisiones mixtas que iniciaron sus trabajos. A comienzos del presente año, y con los trabajos de las Comisiones avanzados, D. Antonio escribió a la Congregación para la Educación Católica comunicando su voluntad de que esta integración se llevara a cabo. La Congregación respondió favorablemente, señalando los requisitos necesarios para lograr dicho objetivo. Desde entonces, ambas instituciones se afanan en terminar de cumplir esas exigencias. Por otra parte, D. Antonio Cañizares también ha presentado en la Conferencia Episcopal este proyecto, que ha sido acogido favorablemente.
Cabe destacar que los órganos de gobierno de la UCV y de la Facultad de Teología, respectivamente, han aprobado ya el proyecto de unión y que, ahora, solo quedan por perfilar, de acuerdo a la nueva realidad, los Estatutos de ambas instituciones y, claro, la aprobación final. A lo largo de este curso, pues, se hará realidad la deseada integración de la Facultad de Teología en la Universidad Católica y se irán encajando progresivamente todas las cuestiones implicadas.
Hay que señalar que, desde el punto de vista institucional, la integración de la Facultad de Teología san Vicente Ferrer en la UCV es singular. La Facultad de Teología fue erigida en enero de 1974 por la Congregación para la Educación Católica y, en consecuencia, goza de la autonomía estatutaria con la que fue aprobada. Por tanto, en la nueva situación, aunque forme parte de la UCV, en las cuestiones internas seguirá siendo una Facultad Eclesiástica con sus estatutos propios, aunque, eso sí, en el seno de una Universidad Católica que, a su vez, tiene su propia legislación, aprobada también por la Congregación para la Educación Católica. Esta singularidad es la que ha de quedar reflejada en el encaje legal final de las instituciones. Y esto, es la verdad, se está haciendo en un clima de fraternidad y armonía destacable.
Por otra parte, esta integración es una oportunidad para las dos instituciones académicas. Por un lado, una Universidad Católica necesita de la teología para vertebrar convenientemente su propia identidad. Por otra, la Facultad de Teología siempre ha aspirado a estar más presente en el mundo universitario. La integración, por consiguiente, favorece la reconciliación de ambos deseos y, como es lógico, la suma final redundará en la proyección e irradiación de los ideales de dos instituciones que son hermanas. Estamos convencidos de que esta oportunidad es una bendición que hemos de aprovechar para el bien de todos. La archidiócesis de Valencia, en este sentido, va a contar con una plataforma de reflexión, de enseñanza al máximo nivel y de diálogo de la fe con la cultura de la que la Iglesia y su misión pastoral ha de salir beneficiada. Así lo pensamos. A ello aspiramos. Por ello hemos de trabajar con generosidad.
Un filósofo no debería medirse por su éxito académico o por el volumen de su obra, sino más bien por su implicación con los problemas filosóficos de su época. Como ya denunció Nietzsche, históricamente se ha hecho una filosofía contra la vida. Fueron los filósofos helenísticos, con los cínicos al frente, quienes reivindicaron que la filosofía también servía para adquirir hábitos prácticos y que el cuidado del cuerpo y del alma mediante el ejercicio eran tan importantes como la actividad del intelecto. En el ensayo Andar. Una filosofía, Frédéric Gros presenta a los cínicos como el mejor ejemplo de filósofos caminantes de la Antigüedad: “Siempre errantes, vagabundeaban, callejeaban. Como perros. Siempre estaban por los caminos, de ciudad en ciudad, de plaza pública en plaza pública”.
Cuenta Diógenes Laercio a propósito de Diógenes de Sínope, maestro de los cínicos, que cuando alguien preguntó a Platón: “¿Qué te parece Diógenes?”, dijo: “Un Sócrates enloquecido” (VI 54). El de Sínope sostenía la idea de que todos podían llegar a ser filósofos. Era este un camino atractivo no tanto para los ciudadanos de la polis como para los extranjeros y los pobres. Diógenes consideraba que la virtud solo se consigue con esfuerzo. La virtud no es conocimiento, sino acción. Al rechazar las convicciones vigentes y los lujos de la civilización –recuérdese que Diógenes llevaba la vida de un mendigo, carecía de hogar y pasaba el tiempo deambulando por la ciudad–, renuncia a lo superfluo, para eliminar así el sufrimiento causado por privaciones imaginarias. Lo importante es vivir en armonía con uno mismo. El hombre es artífice de su propio destino.
Estos filósofos desarraigados, callejeros y populares nos muestran una actitud ante la sociedad y la vida que, aunque nihilista y desesperanzada, es invitación a una vida soberana. Vivir el desprendimiento de todo nos convierte en seres libres de convenciones y nos aporta la sinceridad y lucidez para vivir lejos de la hipocresía.
El filósofo rumano Emil Cioran reivindica la figura del filósofo callejero, aquel que reflexiona desde sus problemas mundanos. En Conversaciones señala cómo sus paseos nocturnos por la ciudad le permitieron tener como interlocutores a prostitutas, alcohólicos, porteras o mendigos que marcaron muchos aspectos de su filosofía. A ellos Cioran les interroga sobre Dios o la muerte. Estos sujetos convertían los problemas filosóficos en problemas del día a día, dotando de vida a las inquietudes de su propia existencia. Cioran se aproxima a la actitud vital de los cínicos cuando escribe: “Sin pretender buscar modelos, creo que sólo los griegos fueron verdaderos filósofos, los que vivieron su filosofía. Por eso he admirado siempre a Diógenes y a los cínicos en general. Esa unidad desapareció posteriormente. Yo me digo que la Universidad liquidó la filosofía. No totalmente tal vez, pero casi [...] En mi opinión, la filosofía no es en absoluto un objeto de estudio. La filosofía debería ser algo personalmente vivido, una experiencia personal. Debería hacerse filosofía en la calle, imbricarse la filosofía y la vida. En muchos sentidos me considero efectivamente un filósofo de la calle. ¿Una filosofía oficial? ¿Una carrera de filósofo? ¡Eso sí que no!”.
También Walter Benjamin, filósofo alemán de origen judío, nos presenta en la Obra de los pasajes la figura del flâneur, un paseante empedernido, que deambula por las calles sin rumbo fijo, adentrándose como un nómada en barrios desconocidos, separándose del ritmo impuesto por las lógicas dominantes. El flâneur se distingue del badaud, un ser impersonal, identificado con la masa, para quien las calles se convierten en lujosas galerías comerciales, forjadas con techos de cristal y acero. El flâneur comparte el espacio público con la masa, pero no participa de su proyecto. Su objetivo es realizar un análisis del entorno, investigar las dinámicas de comportamiento de la masa y captar los mecanismos económicos y relaciones de poder que esconde su cultura. La experiencia del flâneur, signo de un cierto pathos de la distancia, es la experiencia de ser un ser pensante que renuncia a lo superfluo, convencido de que el hombre con menos necesidades es el más libre y feliz.
Esta distancia moral con una sociedad de consumo asfixiante es la que posibilita que la filosofía pueda salir al espacio público y estar presente no solo en las tertulias y los cafés, en las bibliotecas y centros culturales, o en los colegios, como hilo conductor de la escuela, desde infantil hasta secundaria, que ya sería hora, sino acercarse a las víctimas de la pobreza, a los sintecho y simpapeles, a los niños de la calle abandonados a su suerte, a los reclusos, a los enfermos en hospitales y residencias, comprometiéndonos ante la miseria y el sufrimiento ajeno.
Ojalá que este año la celebración del Día Mundial de la Filosofía el tercer jueves del mes de noviembre sirva para pensar sobre la condición de la filosofía en el mundo actual y, más allá de las aulas, sacarla de los muros de la academia y llevarla de nuevo a su lugar, las calles.