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Los jóvenes y la Iglesia Una contribución a la reflexión sinodal

Rafael Vte. Ortiz Angulo (Valencia)

Es tónica general una relativa ausencia de jóvenes en la dinámica comunitaria eclesial, especialmente en la actividad parroquial. Ausencia relativa porque, sin embargo, es constatable el elevado número de jóvenes que acuden a convocatorias que, puntualmente y con cierta periodicidad, en la Iglesia se realizan para ellos de manera especial. Sabemos que tales concentraciones son animadas y gestionadas por los llamados Nuevos Movimientos Eclesiales (NME) que encuentran en ellas una ocasión para exhibir musculatura y empuje comunitario. No es esta la ocasión para discernir cuanto de carismático hay en dicho empuje y cuanto de fenómeno estrictamente sociológico, eso sería tema para un concienzudo estudio de especialistas que aquí solo puede quedar sugerido. Aunque siempre habrá quien se conforme con el argumento de que como la acción del Espíritu impregna también los afanes temporales el empuje puramente sociológico está subsumido en la propia gracia carismática, no obstante, también podemos preguntarnos cuánto de lo que pretendemos designar carismático es consecuencia de lo que el Papa Francisco denuncia como “mundanización”.


Con respecto a la evangelización de los jóvenes quizá hayamos asumido, a través de estos grandes eventos, una dinámica de marketing que intenta presentar a la juventud católica como un poder social fáctico enfrentado a otros poderes de signo contrario. Aunque, evidentemente, no sea esa la intención, al menos la primera intención, sí puede ser la interpretación que quede sugerida al mero espectador. Esto supone un hándicap para la acción evangelizadora, máxime cuando en el día a día de la dinámica parroquial queda corroborado que la implicación juvenil escasea, cuando no está dramáticamente ausente.


Es cierto que muchas parroquias cuentan con un Movimiento Scout, un Movimiento Junior u otros semejantes pensados para jóvenes, ¿pero cumplen realmente la función de integrar desde un “proceso personal” al joven en el conjunto de la acción parroquial con visos de continuidad? En la gran mayoría de casos es un hecho constatable que cuando a dichos jóvenes les llega el momento evolutivo de abandonar el grupo al que están adscritos terminan por abandonar también el ámbito parroquial e, incluso, la práctica eclesial de una fe que parece desvanecerse.


Sin embargo, algunas parroquias terminan por mimetizarse con alguno de los NME y se presentan ante el resto del Pueblo de Dios rebosantes de actividad y con buenos activos juveniles, siempre dispuestos a pujar por una Iglesia reducida a su propia adscripción carismática. Pero una parroquia de esta índole no cumple la función que prevé para ella el Concilio: ser una comunidad de comunidades. Porque, solo una parroquia que realmente ofrezca una unidad en la diversidad de dones puede ser cauce de la gracia de un carisma concreto, que siempre es una gracia al servicio del Pueblo de Dios. Experiencia que se echa a perder cuando se viven los carismas de modo narcisista o se intenta configurar al Pueblo de Dios desde su visión eclesial unilateral. Este último aspecto ha sido tematizado magistralmente por el entonces Josehp Ratziger en la ponencia Los nuevos movimientos eclesiales y su colocación, en el Congreso Mundial de Movimientos Eclesiales (Roma, 27 de mayo de 1998) de fácil acceso en la Red.


Por otra parte, una propuesta de dinámica parroquial ajena a la vitalidad de una práctica comunitaria enraizada en una vida auténticamente evangélica nunca puede ser un activo de evangelización. Se convierte en un “anti-signo” mostrando una imagen de decadencia eclesial y, la propia parroquia, en un lugar donde se expiden sacramentos fuera del contexto comunitario que le otorga pleno sentido y significación. Así las cosas, ni siquiera se puede hablar de un cristianismo sociológico sino de un mero cristianismo estadístico.


Quizá haya llegado el momento de cuestionar el término “cristianismo”, pues ¿qué estamos queriendo significar con el mismo? Ya hace un tiempo, el teólogo Gónzalez de Cardedal proponía el término “cristianía” frente al de “cristiandad”, ¿por qué no dar una vuelta de tuerca y proponer la “cristianía” como una actitud de seguimiento puro, sine glossa, a Cristo y su Evangelio? De tal forma nos deshacemos del ismo, que siempre puede connotar aspectos espurios. Pero dejemos los preámbulos, en cierta medida necesarios para connotar la problemática, y centrémonos en los jóvenes.


Seguramente es indispensable y de gran ayuda contar con los análisis sociológicos oportunos que desvelen las características de la juventud actual. En España tenemos a nuestra disposición una buena muestra de ellos, realizados por expertos de reconocida solvencia. Sin embargo, si el joven es joven lo es porque posee unas características que lo constituyen como tal sea cual fuere la época en la que esté situada su juventud. Por eso es de gran relevancia esclarecer cuál es ese núcleo de características que constituyen la juventud y que son, podríamos decir, “transepocales”.


Max Scheler contempla el decurso vital de toda persona en un segmento acotado naturalmente por dos momentos cruciales: el nacimiento y la muerte. Tal recorrido entre se ve jalonado por cuatro circunstancias: la niñez, la juventud, la madurez y la ancianidad. En realidad, la madurez, más allá de ser posibilidad de logro, es también el tránsito de la juventud a la ancianidad. El niño está sumido en el presente, no tiene pasado y no es capaz de futurizar; el presente del joven está informado, constituido, por su corto pasado y se proyecta hacia un futuro que percibe longevo y pleno de posibles realizaciones personales y sociales; el presente de la ancianidad está caracterizado por la conciencia de finitud, el tramo de futuro se acorta cada vez más y la mirada tiende a la contemplación y el examen del pasado.


Este análisis que realiza Scheler, de índole fenomenológico, sobre el decurso vital personal debe tener su correlato a nivel social. Son muchos los pensadores contemporáneos que, de distinta forma han hecho caer en la cuenta de la constitutiva intersubjetividad humana o, dicho de otra manera, de la dimensión interpersonal inherente al ser humano. Por ello, el nacimiento de un niño supone pasar del claustro materno al claustro social. Siempre nacemos en un nicho ecológico cultural, donde somos acogidos para, progresivamente, proyectarnos hacia un futuro desde la experiencia y la memoria de un pasado. El pasado y el futuro siempre transcienden el decurso vital personal de cada cual, y cada cual recibe de un pasado que no es propio y deja algo de sí para un futuro del que no será actor presencial.


Los Jóvenes necesitan ámbitos, “plataformas”, donde les sea posible realizar proyectos y proyectarse a sí mismos hacia ese futuro proyectado. Dicho ejercicio es constitutivo y constituyente de juventud. Cabe entonces preguntarse: ¿posibilitan las estructuras eclesiales, particularmente la parroquial, realizar tal ejercicio desde un modelo de auténticamente enraizado en el Evangelio? Si la respuesta es negativa podríamos estar ante la explicación del fenómeno que podríamos llamar “la parroquia vaciada de juventud”, un ámbito eclesial donde predominan las cabelleras grises y una mirada unilateral y unidireccional hacia el pasado que no permite la actualización de la tradición y, por tanto, la subsistencia vital. Abordemos esta problemática acompañándonos de algunos pasajes del Evangelio que nos sirvan para descubrir un perfil de Iglesia en el que la juventud pueda sentirse acogida significativamente.


La primera característica de ese perfil nos la propone el Papa Francisco: una “Iglesia en salida”, “hospital de campaña”, que “no tiene miedo a ensuciarse”. Recordemos la condición que pone Tomás, ver en sus manos la señal de los clavos y meter su mano en el costado, para creer lo que le cuentan los demás discípulos (Jn 20,24-29). A menudo se interpreta esta actitud de Tomás como una debilidad personal cuando lo que está exponiendo una condición de posibilidad de la fe, muy importante en los tiempos que corren. Efectivamente, Jesús aparece presente en medio de la comunidad cómo él mismo había dicho: “Donde dos o tres están reunidos en mi nombre yo estoy en medio de ellos” (Mt 18,20). Pero esa experiencia es incomunicable desde una comunidad recluida, cerrada. Solo una comunidad que sale de su reclusión, de su zona de confort, y es capaz de fijar la mira en la señal de los clavos y meter hoy la mano el costado ensangrentado de Cristo presente en las distintas pobrezas, solo esa “Iglesia en salida” que se mancha las manos como el samaritano, puede hacer creíble su anuncio entre los jóvenes. La juventud está siempre ávida de coherencia y autenticidad.


Esto nos lleva a una segunda característica ha de ser la radicalidad: una Iglesia que se muestra exigente en el seguimiento de Jesús y su Evangelio, sin temor a exigírselo primero a ella misma. Esa exigencia aparece con meridiana claridad en el pasaje del Joven rico que aparece recogido en los tres sinópticos (Mt 19,16-26; Mr 10, 17-31; Lc 18,19-30). Si bien solo Mateo especifica que el sujeto del relato era un joven, tanto Lucas como Marcos, ante la afirmación de Jesús de que para ganar en herencia la vida eterna basta con observar los mandamientos, ponen en boca del protagonista la respuesta convencida de que los ha vivido desde su juventud. Consecuentemente, se trata de alguien que es joven o que ya ha superado esa etapa de la vida y que cree haber vivido según los mandamientos siempre. Con frecuencia, a propósito de este pasaje, se realiza la exégesis de que en el seguimiento de Jesús hay dos grados de compromiso: el de quienes viven los mandamientos, y esto les basta, y el de quienes deciden comprometerse más estrechamente al Maestro, ¿quizá se menta en esta distinción al laicado y al clero? Pero analizando en profundidad el relato la conclusión es otra. El joven afirma que mientras se ha enriquecido materialmente ha vivido los mandamientos, en realidad, Jesús le muestra que esto no es posible. Los Padres de la Iglesia, como Juan Crisóstomo o san Basilio, lo comprendieron perfectamente: lo que al pobre le falta para subsistir es justo lo que el rico retiene para sí y, esa retención, es por tanto un robo. El joven rico no es capaz de seguir a Jesús porque es un ladrón que no está dispuesto a enmendarse. Este pasaje muestra que el verdadero seguimiento de Jesús solamente puede darse en la radicalidad, sea cual sea la vocación a la que se haya dado respuesta en la Iglesia, e independientemente de ella. La juventud siempre busca radicalidad, a pesar de que no siempre decida acoger la gracia que la posibilita, y la Iglesia tiene el deber de ofrecer con palabras y hechos esta radicalidad, con la misma firmeza y exigencia que Jesús lo hizo.


Una tercera característica, que debe ser solidaria especialmente de la anterior, es que la Iglesia ha de presentarse como “la entraña materna de Dios”. Recordemos la escena: Juan, el joven discípulo amado, se encuentra con María, la madre de Jesús, a los pies de la cruz (Jn 19, 26-27). Jesús dice: “Mujer ahí tienes a tu hijo” y, dirigiéndose a Juan, “ahí tienes a tu madre”. Se afirma luego: “y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa”. Con frecuencia razonamos inversamente a como deberíamos hacer pensando que es el joven quien debe mudarse de casa, a la Iglesia, cuando lo que debería ocurrir es que la Iglesia sea acogida en la casa del joven, en su corazón. Pero esto solamente es posible si la Iglesia se comporta verdaderamente como una madre, con entrañas de misericordia y no como un superego exigente e intransigente.


Por último, la Iglesia ha de saber dar cancha a los jóvenes, reconocer el protagonismo específico que les corresponde en la misión. De nuevo, la Escritura nos ayuda a reflexionar. María Magdalena descubre de madrugada el sepulcro vacío, inmediatamente avisa a Pedro y éste corre con otro discípulo, probablemente Juan, hacia el lugar (Jn 20,1-8). Se nos subraya, esto es importante, que “corrían juntos” pero que el otro discípulo “corría por delante de Pedro”. Los jóvenes corren más aprisa y esto hay que admitirlo, el Papa Francisco aconseja que en ocasiones conviene que los pastores sigan a las ovejas porque estas tienen un sentido especial para dirigirse hacia donde hay agua y buen pasto. El pasaje subraya que el discípulo que llegó primero “se inclinó, vio las vendas en el suelo, pero no entró” y que luego “llega Simón Pedro siguiéndole”, que entra Pedro primero y que después “entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó”. La secuencia de las acciones de los personajes de este pasaje no es teológicamente baladí y debería ayudarnos a reflexionar sobre la importancia de la función ministerial de cada miembro de la Iglesia y cómo cada función está ordenada para las demás. Parece que las convocatorias masivas de jóvenes son una realidad efímera y un sueño frustrado de la Iglesia el que los jóvenes le sigan en tropel. ¿No se nos propone invertir la secuencia? ¿Por qué no atrevernos a seguir a los jóvenes hasta el sepulcro vacío?


Una Iglesia descentrada de sí misma, que supera la auto referencialidad; una Iglesia radical, radicada en el Evangelio; una Iglesia que es la entraña materna de Dios; una Iglesia que sabe valorar y seguir a los jóvenes, sin coartar su creatividad. Esta Iglesia será una Iglesia joven para los jóvenes.


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