La autoridad en la Iglesia ha sido siempre un tema problemático. Los obispos y sus colaboradores los sacerdotes, como pastores de la comunidad cristiana, están investidos de una autoridad que es participación de la autoridad de Cristo, para presidir, guiar y gobernar a su Iglesia. Ahora bien, esta autoridad no es ni se ejercita al estilo del mundo. Jesús lo expresó claramente cuando dijo: “Sabéis que los jefes de los pueblos los tiranizan y los grandes los oprimen. No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor […]. Igual que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20, 25-28).
A partir de estas palabras de Jesús debemos comprender la autoridad en la Iglesia y purificar el ejercicio de la misma, tratando de llevar a la práctica la palabra del Señor, para quien gobernar es servir. Sin duda todos estamos de acuerdo, tanto teológica como pastoralmente, en que la autoridad en la Iglesia no puede asimilarse ni a la autoridad de los monarcas absolutos (con la que se identificó en épocas pasadas) ni tampoco a una autoridad delegada democráticamente y dependiente de la opinión de la mayoría (si bien la organización democráticamente fraterna de las órdenes mendicantes proporcionó modelos ejemplares para la posterior organización democrática de la sociedad civil).
Para comprender rectamente la autoridad en la Iglesia hoy debemos hacer referencia a la eclesiología de comunión, que parte de la común igualdad de todos los cristianos, pues tanto los fieles como los ministros están caracterizados por la misma obediencia al Evangelio, y a través de él a Cristo. Por tanto, el ejercicio de la autoridad pastoral hay que entenderlo en el marco de esta común obediencia al Señor, y debe ejercitarse y aceptarse solo en la comunión de fe y de amor a Cristo que nos une, en el común empeño de seguirle. Esta es la piedra de toque para juzgar el correcto uso de la autoridad en la Iglesia, que nos ayudará a discernir las formas más adecuadas de las menos o incluso improcedentes.
Por ejemplo, ya no es una forma adecuada la del antiguo pater familias, que mandaba con autoridad indiscutible y despótica. Ni tampoco la más reciente del líder de una organización (un empresario o un político) al que se le pide poseer particulares habilidades en vista a alcanzar determinados objetivos (tomar decisiones adecuando los medios a los fines, buscar recursos, motivar a los subordinados, etc.), con una visión eminentemente pragmática. Ciertas corrientes de renovación parroquial, con buena intención sin duda, presentan una imagen del sacerdote en esta línea del liderazgo, que es poco evangélica y recuerda más bien los modelos mercantilistas de origen norteamericano, dando así una visión del párroco cercana a la del gestor de una organización empresarial.
Más adecuada a la autoridad pastoral y evangélica del sacerdote es la visión que nos sugiere la misma etimología de la palabra auctoritas, que deriva de augeo (aumentar, hacer crecer), de donde viene la palabra auctor (autor): el que promueve o produce una actividad. Según esto, la autoridad hay que entenderla en función de hacer crecer a los otros, a fin de hacerlos también a ellos “autores”, conductores responsables de su existencia. Al contrario del líder, que gestiona una organización y está centrado en la obtención de unos objetivos rentables, al “autor”, al que detenta la autoridad, le interesa sobre todo el crecimiento de los que le están subordinados, para que ellos mismos se conviertan en “autoridades” responsables.
La autoridad de Jesucristo, tal como se desprende de los evangelios, se ejerció y fue percibida en este sentido. Su autoridad no derivaba de un rol social o religioso externo del que estuviera investido, sino del hecho de que sus palabras y acciones transformaban a las personas haciéndolas renacer, generaban discípulos capaces de hablar y actuar como él, con su misma “autoridad”, la del amor. Pensemos en el asombro que provocaban sus palabras y acciones por la “autoridad” que destilaban (cf. Mc 1, 22-27), o en el envío de los doce a predicar y curar con su misma autoridad (cf. Mc 6, 7-12).
En efecto, como ya hemos dicho, para Jesús mandar es servir, en concreto prestar el servicio de entregar su vida por nuestra salvación, como lo indica simbólicamente en el pasaje del lavatorio de los pies, cuando “el Maestro y el Señor” realiza una función de esclavo, limpiar los pies, dando ejemplo para que sus apóstoles le imiten (cf. Jn 13, 1-20), y diciéndoles en el mismo contexto de la última cena: “Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve” (Lc 22, 28). Por eso dice Francisco: “un sacerdote, un presbítero que no está al servicio de su comunidad no hace bien”, es decir no les sirve la salvación de Cristo, como es su deber, pues para eso tiene la autoridad (audiencia general del 26 de noviembre de 2014).
Nuestra autoridad como sacerdotes debe interpretarse de acuerdo con el modelo de la autoridad de Jesús y en total referencia a ella; no solo porque la hemos recibido de él, a través del sacramento del Orden como consecuencia de la vocación que nos dirigió, sino además porque esa autoridad que nos ha dado está totalmente orientada a poner a las personas en contacto con su autoridad salvadora. Él es y ha de ser el referente y el señor de la auténtica autoridad que hace crecer hasta la vida eterna. En el momento en que nos pusiéramos nosotros en el lugar de la autoridad de Jesús, o alterásemos el sentido y el modelo de la misma, nos convertiríamos en malos pastores, en mercenarios. Lo cual implica que esta autoridad no se ejerce desde lo alto de un podium, sino poniéndose al nivel de los que nos han sido confiados, acompañándolos, como afirma Francisco: la “lógica de Jesús” impulsa a “ejercer siempre la autoridad acompañando, comprendiendo, ayudando, amando, abrazando a todos” (Discurso a la asamblea plenaria de la unión internacional de superioras generales, 8 de mayo de 2013).
Y para evitar las letales consecuencias de una falsa interpretación de la autoridad que ejercemos en la Iglesia es fundamental que cultivemos continuamente las virtudes del buen pastor, que Jesús recomendó a sus discípulos: desinterés personal (la autoridad no es para nuestra ganancia), espíritu de servicio, entrega de la propia vida (en tiempo, energías, preocupaciones, etc.), búsqueda del bien común (de toda la grey) y al mismo tiempo atención a las personas concretas, sobre todo a las más necesitadas (la oveja perdida), caridad pastoral que carga con las culpas de los otros (sobre todo en el ejercicio del ministerio del perdón), etc. Pero también disponibilidad y empeño para hacer crecer en “autoridad” a todos los fieles, es decir, para conducirlos a encontrarse con la autoridad salvadora de Jesús y someterse a ella por la obediencia de la fe y el amor.