En aquel 1891 publica el Papa León XIII la célebre encíclica Rerum Novarum (novedades, con nombre de mercería de barrio) que sorprende a los católicos españoles, enzarzados en sus disputas de sacristía y ajenos a toda actividad social de vanguardia. Aunque la Encíclica continúa con su condena reiterada del liberalismo y del socialismo, y eleva a realidad de derecho natural la propiedad privada, innova con su defensa de la existencia de diversas clases sociales complementables en orden al logro del bien común, concediendo asimismo suma importancia al Estado (católico) para subsidiar a las empresas deficitarias y para proteger legalmente los derechos del obrero, entre ellos el salario justo y digno, así como el derecho de asociación, con lo que insta a los trabajadores cristianos a formar sus propias asociaciones, mostrando una clara preferencia por el corporativismo (1). Un avance importante dentro del retardo importante no llega a mucho, pues los enemigos de la dignidad antropológica, y hasta de la realidad divina, continuaban siendo los socialismos, los comunismos marxistas emergentes, madres de todos los vicios y del fin del mundo. Y no es que careciera la Encíclica de razón al señalar la viga en el ojo social/marxista ajeno, pero erraba estrepitosamente al no ver la viga en el propio.
Aquellos Círculos católicos, dependientes de la jerarquía eclesiástica y en buena medida dominados por patronos católicos modélicos, como el marqués de Comillas, tan vinculado a los jesuitas, buscaban en síntesis por entonces lo siguiente: remediar la apostasía de las masas; propagar el cristianismo mediante obreros ‘honrados y sólidamente cristianos’; luchar contra la blasfemia, contra la profanación de domingos y festivos, en favor de lecturas piadosas, catequesis y prácticas de piedad; crear cajas ‘para inválidos, viudas y huérfanos’, cuyo fondo se forma con las cuotas de los socios protectores, socorros mutuos para socios enfermos, cajas de ahorro y montes de piedad (Montepíos) destinados a hacer productivas las pequeñas economías del obrero y a facilitarle recursos en los momentos difíciles, cooperativas de consumo y compras al por mayor en común para abaratar los precios, y bolsas de trabajo ‘para aliviar al pobre obrero en sus enfermedades y demás penalidades’; potencial lo cultural y recreativo mediante conferencias; establecer patronatos de la juventud obrera abriéndose escuelas y clases nocturnas de alfabetización y de enseñanzas profesionales, no debiendo de faltar la biblioteca ni la suscripción a revistas religiosas, científicas, literarias o técnicas, y organizando asimismo certámenes en orden al perfeccionamiento técnico-profesional del obrero. En las salas de juego ‘lícito’ se pasa el tiempo, y si los medios económicos lo permiten se establecen instalaciones deportivas, se readapta el sistema económico y político liberal por otro corporativo de inspiración cristiana mediante la modernización de los antiguos gremios con la aspiración de que el Estado los declare obligatorios en un régimen corporativo.
Todo esto significaba un paso adelante, dada la situación social de las clases trabajadoras tal y como nos la presenta la Primera Internacional de Trabajadores. La consideración del catolicismo como eje y nervio de nuestra cultura nacional; el formidable esfuerzo de documentación que respalda cada una de sus afirmaciones; el talante polémico y apasionado de muchas de sus medidas, resulta explicable por la circunstancia histórica en que hubo de forjarse la nueva cristiandad. La suya es una teología descendente, que va de los dogmas de la Iglesia a la descripción de la realidad, y no a la inversa, algo propio de toda ideología. Pero ¿qué dogmas?, ¿cómo entendería los dogmas un pueblo dogmatizado y prácticamente analfabeto, fraguado a machamartillo?, ¿acaso no existió el mismo ambiente entre los luchadores sociales, especialmente entre los anarquistas de la época? Qué difícil resulta estar por encima de la propia época, algo que los beatos de toda condición jamás reconocerán... (2)
A los católicos españoles de hoy, casi un siglo y medio después, se les da mejor seguir pidiendo perdón con la boquita chica (aunque la cerrilería no desaparece jamás), que cambiar para seguir a Jesús. Pidiendo perdón a los nuevos marranos (judíos neoconversos al hedonismo), se siente legitimada. Ser español y ser católico al modo en que se ha sido en esta piel de toro a mí me parece una gran desgracia, aunque esta afirmación mía haga estallar de rabia al español de toda la vida contra ese renegado camuflado que al parecer soy, o podría ser, o quién sabe si estoy en vías de ser….
II.
La religión católica ha sido España, así que echemos un poco la vista atrás para comprendernos mejor. En torno al 1899 el agudo regeneracionista de la época Lucas Mallada nos deja este retrato sobre los católicos:
“Los prudentes. Aman a su patria sin odiar al extranjero; responden con breves y dignas palabras a los ataques de sus adversarios; penetran con cautela en los encrespados confines que separan las cuestiones religiosas de las políticas, filosóficas y científicas, y huyen de discusiones estériles y de vanas controversias. Cuando el católico prudente se halla dotado de clara inteligencia, grande instrucción y cabal conocimiento de las miserias humanas, representa en la tierra la mayor perfección espiritual que pudo conceder para este mundo al Todopoderoso; siendo verdaderamente prudente, aun sin grande ingenio ni superior ilustración, es comparable a los serafines, pues la ternura de su alma y la rectitud de sus intenciones le guían acertadamente en la práctica de todas las virtudes. Exiguo es, en realidad el número de los católicos prudentes. No obsta sea exiguo el número de elegidos para que, por sí solos, impregnen su santidad todos nuestros momentos religiosos, todas nuestras suntuosas catedrales; y de ahí que donde uno de ellos se encuentre, ahí estará lo más digno, lo más respetable, lo más sublime que pueda hallarse sobre la tierra, cual es la viva encarnación del más puro, del más alto, del más bellísimo sentimiento: el sentimiento de la piedad cristiana.
Los bullangueros. Es el católico bullanguero intransigente por naturaleza, amigo de polémicas, incansable propagandista de sus ideales, socio de diversas cofradías, aficionado a distinguirse en las fiestas. Ve milagros por todas partes, diviniza a los santos y beatas, cree en diablos, brujas y apariciones, y piensa que el Supremo Hacedor está jugando constantemente a la pelota con este mundo sublunar. Si ningún tonto cree serlo, pues en cuanto notase que lo era dejaría de ser tonto, ningún católico bullanguero, por bullanguero que sea, deja de considerarse como católico prudente, pues si prudente se volviese dejaría de ser bullanguero. En un país de tanta fantasía como el nuestro, el número de católicos bullangueros parece infinito. Así deben ser esos que el vulgo dio en llamar obispos de levita, más papistas que el Papa, acérrimos defensores del poder temporal y empeñados en dar torcida interpretación a la doctrina de Cristo “Dad a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César”. Al grupo de bullangueros corresponden también esa turba multa de Zoilos, Silvestres y Campazas, que desde púlpitos y tribunas escandalizan con sus imprudencias a cuantos tengan sano juicio predicando el exterminio de los liberales, hartos y desengañados de ver que no consiguen convertirlos, sin reparar que son ellos quienes hacen abominables cuantas causas sostengan y defiendan, por sus airados ademanes y sus voces destempladas, por sus terribles maldiciones y sus peregrinos argumentos, escudados con infinidad de citas de textos sagrados que no saben traer a colación en momento oportuno. Bullangueros sanguinarios son los que inducen a los fieles a contiendas intestinas, so capa de defender el cristianismo, religión de paz, incompatible con la ira de los clérigos guerrilleros. Y, por fin, en el mismo grupo de bullangueros entran las mojigatas de todas las clases sociales, así las que dejan sus soberbios coches en las puertas de las humildes iglesias, como las tapadas con negro manto que se deslizan por calles y encrucijadas, con los ojos bajos y el paso acelerado a la ida, de marcha lenta y vagas miradas a su regreso; todas ellas gruñonas, todas ellas armadas de rosarios y libritos de oraciones, todas ellas furiosamente rezadoras, todas ellas tormento de confesores y desesperación de sacristanes.
Los apocados. Son aquellos que por pobreza de espíritu o por repetidas y fuertes amarguras en su existencia, absortos y alelados quedan con los misterios de la fe y dedican el resto de sus días a prepararse para una santa muerte. Almas en pena, cuya virtud principal es el sufrimiento y que únicamente divisan la imagen de la Caridad en oscuros recintos. Encuentren palabras para emitir sus ideas, o no sean éstas susceptibles de expresarse con muchas palabras, respetemos su tristeza y sus meditaciones, y dejémosles tranquilos en el silencio de su pasiva situación.
Los hipócritas. Son gente mucho peor que los bullangueros, pues éstos tendrán muy mala cabeza, pero no suelen ser, como son aquéllos, de negro, duro, pequeño o corrompido corazón. En tiempos de paz se escudan entre los prudentes, para hacerse valer como hombres justos; en días de pelea se colocan tras los bullangueros para que éstos reciban los golpes de los adversarios y ser ellos quienes reciban los despojos de la contienda. Distraen a los pobres con pláticas y ejercicios de penitencia y fascinan a los ricos vanidosos con viles adulaciones y cortesanas ceremonias y cuando se descubren sus iniquidades y raterías alegan que el santo fin justifica los medios, por reprobables que parezcan a los ojos de los profanos. En un país como el nuestro, donde abundan los fieles de extraordinaria pereza, de mucha fantasía y de la más crasa ignorancia, siempre tendrán ocasión de prosperar estos mercaderes de los templos.
Los tibios. Numerosos y heterogéneos grupos comprenden esta sección, y en primera línea distinguimos los mundanos y los veleidosos, gentes de diversas cataduras y condiciones. Ahí se ven los hombres de negocios que no tienen mucho tiempo disponible para primores espirituales; ahí se comprende la casi totalidad de la gente moza, poco apegada a privaciones, penitencias y largas pláticas; ahí entran las almas de la calidad más ínfima por su flojo entendimiento, su frágil memoria y su adormecida voluntad, que hacen lo que ven hacer y repiten como doctrinos lo que oyen decir; ahí entran los espíritus inquietos e irreflexivos, más variables que los cambios de las estaciones, que aspiran a conciliar lo inconciliable, a saber, la religión de caridad y sufrimiento con las costumbres de molicie y sensualismo, gente, en fin, más inclinada a los placeres que a la piedad, que entregan la carne al mundo y a Dios sólo dejan los huesos.
Los indiferentes. No son católicos más que de nombre, pues lo mismo les importa pasar años enteros sin entrar en lugar sagrado, que asistir impasibles a una ceremonia religiosa. Vense entre ellos los padres de familia atraídos por la impiedad, bastante cautos, sin embargo, para permitir a sus esposas e hijas las prácticas devotas; vense los abstraídos por estudios científicos ajenos a la teología, para quienes el culto y las controversias religiosas son jeroglíficos indescifrables cuyo significado no tratan de averiguar, y vense también muchos políticos de diversos partidos, cuyo fondo es el escepticismo y cuyo exterior es el disimulo.
En resumen, la inmensa mayoría de los cristianos estamos inscritos como cristianos, pero casi todos vivimos como gentiles; y hasta muchos de los creyentes que practican ofrecen a cada paso chocantes y ridículos contrastes entre su observancia ortodoxa para el culto y su trato social, mucho menos piadoso y caritativo. Con acre y burlón estilo muchos escritores de diversas naciones y creencias nos han criticado que, a fuerza de recargar de misterios el dogma y de devociones el culto, siempre ha tenido el cristianismo en España el aspecto de una complicada idolatría, divulgándose entre las masas ignorantes un excesivo número de apariciones, milagros y prácticas piadosas, muy a propósito para arraigar la superstición y el fanatismo en un pueblo dotado de viva imaginación y de escasa y embotada inteligencia. A ser esto verdad, el clero en nuestro siglo ha sido poco previsor. Antes de esta época, en que el racionalismo ha invadido hasta los últimos rincones, debió aligerar el
En resumen, la inmensa mayoría de los cristianos estamos inscritos como cristianos, pero casi todos vivimos como gentiles (Lucas Mallada)
Dos son las cuestiones, harto discutidas, que más aumentan ahora la decadencia de la fe religiosa: la primera es la incompatibilidad del catolicismo y la democracia; la otra se refiere al poder temporal argumento de las creencias, no acumular lo sobrenatural; simplificar las ceremonias, no mantener o inventar para varias de ellas ciertas maneras teatrales; impedir o refrenar algunos abusos que más respondían a la codicia que a la devoción, y sin perder un ápice de austeridad, suprimir ciertas procesiones, ciertas romerías y fiestas de caros estilos, sin escuchar la murmuración de los santurrones y las beatas, siempre inclinados a pueriles mogigangas... Dos son las cuestiones, harto discutidas, que más aumentan ahora la decadencia de la fe religiosa: la primera es la incompatibilidad del catolicismo y la democracia; la otra se refiere al poder temporal. Pues pocos son los católicos fervorosos de una parte y pocos son los liberales de otra que no proclaman la citada incompatibilidad, debemos creer en ella de una manera casi infalible. Nos apena que se llegue a este resultado después de tanto tiempo de estériles discusiones, al cabo de los cuales, en vez de seguir los pueblos guiados por el cristianismo, serán envueltos por la impiedad” (3).
Tomás Giménez Valdivieso, otro regeneracionista, esta vez anticlerical, pues regeneracionistas los habían de todos los colores, escribe también: “Todo eso de la religiosidad del pueblo español es una pura leyenda. Colocad al frente de España a hombres que no sean católicos, y veréis cómo la religión desaparece rápidamente de aquel suelo. Como uno de los muchos ejemplos que pudiera mencionar, citaré el caso de Acedera, pequeño pueblo sin iglesia porque se derrumbó hace treinta años y no se ha pensado en recomponerla. Las únicas que conservan la fe son las mujeres. Recorred los campos de España, penetrad en los talleres, y encontraréis a millares los obreros que no van a misa ni confiesan. Si les preguntáis si son católicos, muchos de ellos os contestarán afirmativamente, pero no os podrán explicar en qué consiste su catolicismo, ni podréis averiguar cuáles son las creencias a que prestan fe. Ser católicos para ellos es casarse canónicamente, bautizar a sus hijos, y llamar al cura a la hora de la muerte, pero fuera de esos momentos no les habléis de religión, porque no os harán caso, y si queréis convencerlos de doctrinas contrarias a las del catolicismo, os costará poco esfuerzo conseguirlo. No quiere decir esto que no haya en todas las clases y en todos los pueblos personas devotas que se pasan la mitad de la vida orando y haciendo penitencia, pero son las menos. Mientras no desaparezca esa ficción, España no podrá regenerarse. Para fortalecer el sentido moral y las energías de aquel pueblo es preciso, matar la hipocresía religiosa, que sea una verdad la libertad de conciencia, que no sufra daño ni persecución alguna el que no comulgue en la Iglesia oficial, que aprenda el ciudadano a decir en voz alta lo que cree y que se enseñe a los que no comulgan en los dogmas católicos una moral racionalista. Es posible que, al establecerse en España la libertad religiosa, las iglesias no se vieran tan concurridas y no pudiera mantenerse el culto con la magnificencia con que ahora se celebra, pero en cambio los que acudiesen a los templos serían verdaderos creyentes. La Iglesia en España ha procurado recabar privilegios del Estado; combatiría rudamente al gobierno que suprimiera de las escuelas la enseñanza del catecismo y ha aprovechado su predicamento durante el periodo de la Regencia para restablecer en los institutos de segunda enseñanza la asignatura de religión, suprimida por la revolución de Septiembre, pero como la enseñanza del catecismo en las escuelas y de la asignatura de religión en los institutos es pura fórmula, los españoles salen de unas y otras llamándose católicos y conociendo de nombre algunos de los misterios de la religión, pero no salen poseídos del verdadero espíritu religioso que se adquiere en los centros docentes cuando el clero predica con su ejemplaridad de costumbres y con pláticas llenas de unción evangélica” (4). Y añade: “Los católicos, al ver que las masas nutren los partidos radicales y ellos quedaban sólo con las clases ricas, han querido atraerse al pueblo y han procurado formar sociedades obreras católicas. Un jesuita, el padre Vicent, ha organizado círculos y teatros católicos, cooperativas católicas, y la acción social católica celebra asambleas en las que se defiende al obrero y se ataca al patrono. Todo resulta inútil. Excepto en Navarra y en alguna región donde todavía quedan masas católicas, en la mayor parte de los pueblos, los círculos y cooperativas católicos mueren por consunción. Los obreros no se dejan seducir por las palabras de la acción católica. Ésta les da como limosna lo que ellos creen les pertenece por derecho” (5).
Después de tantos tsunamis, no resultaría fácil saber qué y cuánto de común conserva en el terreno católico la España del 2020 respecto de la del 1890, en la que vivió nuestro autor. Digámoslo esta vez con la pluma aguda de un regeneracionista: “Parece que un 90% de los españoles se declara católico, según encuestas, pero la mayoría no va a misa. La Iglesia española se ha quedado en un grupo de poder, por su parte dura, y en una escenografía en su parte blanda. Pues claro que España dejó de ser católica. La Iglesia sigue ahí porque nos proporciona un ritual para los momentos cruciales y tópicos de la vida: el nacimiento, la muerte, el matrimonio, la imposición de un nombre, etc. Quiere decirse que nuestra cultura paleocristiana no ha encontrado fórmulas laicas para resolver tales trámites. El tul desilusión, el órgano viejo y catarroso, la sal que hace llorar al niño bautizado, los latines y latones del funeral, todo eso viene a ponerle un crespón de solemnidad a nuestras vidas y muertes, y por eso seguimos acogidos al ceremonial de la Iglesia. La vida de la gente es sencilla, natural, espontánea, anónima, pero una vez en esa vida, o dos, necesitan sentirse reinas por un día, o muertos por un día, y la Iglesia confiere una ejecutoria y una dignidad de guardarropía al muerto o la novia, que así pasan a la historia universal de la mediocridad en unas fotos sepia que se miran en las tardes de lluvia, cuando también el alma se pone sepia.
La Iglesia se ha quedado en costumbre, rito, manía, escenografía, grata e íntima puesta en escena, pero en su parte dura, en sus prohibiciones y castigos, la feligresía ha abandonado a los obispos y al párroco. Los hijos se programan como en un plan quinquenal soviético y la misa del domingo empezó anticipándose al sábado o relegándose a la televisión hasta que ahora se olvida totalmente, porque es puente y hay que coger pronto la caravana. Ni laicos ni religiosos, somos una mierda de sociedad hipocritilla. La religión es una vieja herramienta que ya ayuda poco a triunfar en esta vida competitiva, urgente y consumista que vivimos, pero los católicos son unos pseudo que le hacen trampas a Dios y tampoco se deciden a renunciar a él, por si las flais. Seguimos siendo católicos, pero sentimentales, y el amor, la concupiscencia, el sentimentalismo propiamente dicho, pueden más en nosotros que los adustos mandamientos del colegio. Todos llevamos una catequesis dentro como llevamos la tabla de multiplicar, mas luego vemos a la Iglesia actuar como grupo de presión, muy incardinada en los poderes terrenales, y eso es que desanima a cualquiera. Y ya se siente justificado para saltarse los primeros viernes. Este catolicismo aguachirle y agua de borrajas que se vive en España no es más que una dulce farsa dominical. Todavía tenemos un premier de misa de doce, pero no por eso los nacionales se han vuelto más beatos que con Felipe González, que era rojo” (6).
Murió Paco Umbral, y todos moriremos, pero estas palabras de Martin Buber no han pasado, desgraciadamente: “La palabra Dios es la más abrumada de todas las palabras humanas. Ninguna ha sido tan envilecida, tan mutilada. Precisamente por esta razón no puedo abandonarla. Generaciones de hombres han depositado la carga de sus vidas angustiadas sobre esta palabra y la han abatido hasta dar con ella por tierra; yace ahora en el polvo y soporta todas esas cargas. Las razas humanas la han despedazado con sus facciones religiosas; han matado por ella y han muerto por ella y ostenta las huellas de sus dedos y de su sangre. ¡Dónde podría encontrar una palabra como ésta para describir lo más elevado! Si escogiera el concepto más puro, más resplandeciente, del santuario más resguardado de los filósofos, sólo podría expresar con él un producto del pensamiento, que no establece vinculación alguna. No podría capturar la presencia de Aquel a quien se refieren las generaciones de hombres atormentados por el Infierno y golpeando a las puertas del cielo. Es cierto, ellos dibujan caricaturas y les ponen por título Dios; se asesinan unos a otros y dicen en el nombre de Dios. Pero cuando toda la locura y el engaño vuelven al polvo, cuando los hombres se encuentran frente a Él en la más solitaria oscuridad, y ya no dicen Él, Él, sino que suspiran Tú, gritan Tú, todos ellos la misma palabra, y cuando agregan Dios, ¿no es acaso al verdadero Dios al que imploran, al Único Dios Viviente, al Dios de los hijos del hombre? ¿No es Él quien les oye? Y sólo por este motivo ¿no es la palabra Dios la palabra de la súplica, la palabra convertida en nombre consagrado en todos los idiomas humanos para todos los tiempos? Debemos estimar a quienes la prohíben porque se rebelan contra la injusticia y el mal, tan prontamente remitidos a Dios en procura de autorización. Pero no podemos renunciar a ella. ¡Qué comprensible resulta que algunos sugieran permanecer en silencio durante algún tiempo respecto de las cosas últimas, para que las palabras mal empleadas puedan ser redimidas! Mas no han de ser redimidas así. No podemos limpiar la palabra Dios y no podemos devolverle su integridad; sin embargo, profanada y mutilada como está, podemos levantarla del polvo y erigirla sobre una hora de gran zozobra” (7).
En la Academia de la Historia leyó Llorente en 1812 una Memoria histórica sobre cuál ha sido la opinión nacional de España acerca del Tribunal de la Inquisición:
“¿A quién se hará creer que Fray Luis de Granada, por ejemplo, no cedía a más noble impulso que el del temor servil cuando en el Sermón de las caídas públicas llamaba a la Inquisición muro de la Iglesia, columna de la verdad, guarda de la fe, tesoro de la religión, arma contra los herejes, lumbre contra los engaños del enemigo y toque en que se prueba la fineza de la doctrina, si es verdadera o falsa? ¡Singular prodigio histórico el de una institución impopular que todos aplauden y que dura tres siglos! ¡Cualquiera diría que los inquisidores no salían del mismo pueblo español o que eran de raza distinta que se había impuesto por conquista y fuerza de armas! Pasó ya, gracias a Dios, tan superficial modo de considerar la historia, dividiéndola entre oprimidos y opresores, tiranos y esclavos...
El faltar a la fe de los tratados y a la palabra empeñada se tenía por cosa de juego o muestra de habilidad, y no anduvo inmune de este pecado nuestro Fernando el Católico. De liviandades no se hable; a nadie escandalizaban los amancebamientos y barraganías públicas; dondequiera se tropezaba con bastardos de cardenales y príncipes de la Iglesia, el adulterio era asimismo frecuentísimo. Cundía la afición a la magia y a las ciencias ocultas... ¿Para qué ennegrecer más este cuadro recordando las liviandades de Sixto IV y Alejandro VI? Si alguna prueba necesitáramos de lo indestructible del fundamento divino de la Iglesia católica, nos la daría su estabilidad y permanencia en medio de tantas tribulaciones; el no haber emanado error alguno de la Cátedra de San Pedro, fuese quien fuese el que la ocupaba, y el haber tenido la Iglesia valor y constancia para reformar la disciplina y las costumbres de la manera con que lo llevó a cabo en el siglo XVI.
¿Los conventos “madrigueras de facciones”? En Málaga son destruidos los conventos de Capuchinos y de la Merced en 6 de marzo de 1873. En Cádiz, el Ayuntamiento, regido por el dictador Salvoechea, arroja de su convento a las monjas de la Candelaria y derriba su iglesia, a pesar de la generosísima protesta de las señoras gaditanas, que, en número de 500, invadieron las Casas Consistoriales y, en número todavía mayor, comulgaron al día siguiente en la iglesia del convento, cercada por las turbas, mientras que en ella se celebraba por última vez el incruento sacrificio. Al día siguiente, desalojado ya el convento por las acongojadas esposas de Jesucristo, penetró en él una turba de sicarios, destrozando ferozmente el órgano y hasta las losas y profanando las celdas con inauditas monstruosidades. El Viernes Santo, ¡a las tres de la tarde!, caía por tierra la cúpula de la iglesia, una de las mejores y más espaciosas de Cádiz. Por acuerdo de 25 de marzo sustituyó en las escuelas el Municipio gaditano la enseñanza de la religión por la de la moral universal, prohibiendo, so graves penas, que se inculcase a los niños dogma alguno positivo. Las escuelas que llevaban nombres de santos tomaron otro de la liturgia democrática, y hubo escuela de La Razón, de La Moralidad, de La Igualdad, etc. A la de San Servando quisieron llamarla de La Caridad, pero un ciudadano protestó contra semejante anacronismo, y se llamó de La Armonía. Suprimiéronse las fiestas del calendario religioso y se creó una fiesta cívica del advenimiento de la república federal.
En aquel insensato afán de destruir, hasta se arrancó de las Casas Consistoriales la lápida que perpetuaba, en áureas letras, la heroica respuesta dada por la ciudad de Cádiz a José Bonaparte en 6 de febrero de 1810. De la galería de retratos de hijos ilustres de Cádiz fueron separados con escrupulosa diligencia todos los de clérigos y frailes. El comandante de Marina tuvo que protestar contra el derribo de las dos gallardas columnas de mármol italiano, coronadas por las efigies de los santos Patronos de Cádiz, Germán y Servando, las cuales, de tiempo inmemorial, servían de baliza o marca a los prácticos del puerto. En el convento e iglesias de San Francisco se mandó establecer el Ateneo de las Clases Trabajadoras o Centro Federal de Obreros. Protestó enérgicamente el gobernador eclesiástico, y le amparó en su derecho el ministro de Gracia y Justicia, pero el Municipio prosiguió haciendo su soberana voluntad, comenzando el derribo de aquellas y otras iglesias, incautándose de los cuadros de Murillo que había en Capuchinos y en Santa Catalina, entre ellos el de la impresión de las llagas de San Francisco y el de Santa Catalina de Sena, y ocupando la iglesia de la Merced con el intento de convertirla en mercado o pescadería. Se arrojó de todos los establecimientos de beneficencia a las Hermanas de la Caridad y a los capellanes. En la Casa de Expósitos se suprimió la pila bautismal. Para armar a los voluntarios de la libertad, se sacaron a pública subasta los cálices y las custodias. Para salvar el templo de San Francisco fue menester acudir al cónsul de Francia, cuya nación podía reclamar derechos sobre una capilla.
¿A qué seguir en esta monótona relación? Ab uno disce omnes. En Granada, el Comité de Salud Pública promulga en 21 de julio de 1873 la Constitución del cantón federal, y en ella declara independiente la Iglesia del Estado, prohíbe todo culto “externo, ordenando a la par el mayor respeto en todas las religiones y cultos”; anula los privilegios de la Bula de Cruzada y del indulto cuadragesimal y suprime todo tratamiento jerárquico, comenzando por pedir ciertos dineros al ciudadano arzobispo, cargarle en cuenta los gastos del derribo de las iglesias, ponerle en prisiones, visto que no pagaba, y demolerle buena parte de su palacio. En Palencia, sobre si se tocaban o no las campanas para festejar el triunfo de los republicanos y su entrada en Bilbao, fueron asaltadas y horriblemente profanadas las iglesias el 2 de mayo de 1874, derramada el agua bendita, rasgados los lienzos, rotos los facistoles, desencuadernados los misales, mutiladas las imágenes, violado el sagrario y esparcidas por tierra y pisoteadas las sagradas formas, todo entre horribles imprecaciones y blasfemias tales, que no parecía sino que todos los demonios se habían desencadenado aquel día en la pacífica ciudad castellana. A tan infernal escándalo siguió forzosamente el entredicho y la cesación a divinis.
¡Y todo aquello quedó impune ante la justicia humana, aunque el pueblo decía a voz en grito los nombres de los culpables! ¡E impunes los nefandos bailes de las iglesias de Barcelona, invadidas por los voluntarios de la libertad, no sin connivencia de los altos jefes militares! Al lado de ferocidades de este calibre resultaría pálida la narración de otros atropellos de menos cuenta, y eso que podría alargarla indefinidamente, puesto que de todos los rincones de la Península poseo datos minuciosísimos. En las provincias del Norte, el general Nouvilas prohibió el toque de campanas. En algunas partes de Cataluña fueron asesinados los curas párrocos. Por dondequiera, los municipios procedieron a incautarse de los seminarios conciliares. En Barcelona, los clérigos se dejaron crecer las barbas, y hubo día en que fue imposible, so pena de arrostrar el martirio, celebrar ningún acto religioso. Todas las furias del infierno andaban desencadenadas por nuestro suelo. En Andalucía y Extremadura se desbordaba la revolución social, talando dehesas, incendiando montes y repartiéndose pastos. En Bande (Orense) fueron asesinados de una vez sesenta hombres inermes por haberse opuesto con la voz y con los puños a la tasación y despojo de sus iglesias. En muchos lugares las procesiones fueron disueltas a balazos; entreteníase en tanto el Gobierno de Madrid en suprimir por anacrónicas.
La revolución se había encargado de allanarle el camino quemando los conventos y degollando a sus moradores. Mendizábal cerró los monasterios y casas religiosas que aun quedaban en pie y nombró una junta de demolición, presidida por el conde de Las Navas, para que los fuese echando abajo y convirtiéndolos en cuarteles. Tras estos preliminares vino el decreto de 19 de febrero de 1836 poniendo en venta todos los bienes raíces que hubiesen pertenecido a comunidades religiosas o que por cualquier otro concepto se adjudicasen a la nación. “No se trata de una especulación mercantil -decía en el preámbulo-, ni de una operación de crédito, sino de traer a España la animación, la vida y la ventura, de completar su restauración política, de crear una copiosa familia de propietarios cuyos goces y existencia se apoyen principalmente en el triunfo completo de las actuales instituciones”.
III.
El divino marqués de Bradomín, “aquel admirable Don Juan feo, católico y sentimental”, no está de moda, ni lo estará hasta cuando alguien se decida a hacer una película pornográfica morbosa sobre su vida. Todavía recuerdo el bochornoso día en que vino a verme a casa un director de cine mediocre (mediocre el director y mediocre su cine) para hacerme visionar su cinta, algo verdaderamente patético. No sé quién le habría informado sobre mi nula sabiduría cinematográfica, el caso es que aquel hombrecito hacia mucho hincapié en los primeros planos sobre escotes proficuos que llenaban pantalla, y en los bajos fondos del kamasutra. Yo, que veía aquel embeleco más sorprendido que el mismísimo Segismundo, le contagié al parecer mi sorpresa al preguntarle dónde estaba el argumento. Mucho me temo que el argumento fuera el escote, así que hasta luego, cocodrilo, no pasaste de caimán.
Lo primero que hizo el director español de cine Trueba al recoger la estatuilla de su Óscar en Hollywood fue: “Yo no creo en Dios,
sólo creo en Willy Wilder”. La gran frase largamente premeditada estalló envuelta en estretepitosa salva de aplausos entre los de la alfombra roja, aplausívoros narcisistas, resignados dioses menores si el Óscar es de reparto. Aquí ya nadie quiere ser católico, ni sentimental, ni feo, como vuelve a leerse en la biografía de Javier Krahe intitulada Ni feo, ni católico, ni sentimental. Si quieres subvención y aplauso, dame antiteísmo, glamur y camastro, es la manera en que esta posmodernidad tiene de meter en los pucheros a Dios cuanto más procura sacarlo de ellos.
Pero don Miguel, cuyo magisterio reconozco, a quien leí después de adquirir mi correspondiente bula porque estaba en el Índice de libros prohibidos, había dejado escrito: “Nunca he podido soportar el dogmatismo docente del ateísmo más incivil y más grosero, de un ateísmo a su modo troglodítico... Los que conozcan mi obra Del sentimiento trágico de la vida saben bien cómo siento a este respecto y que si no soy un convencido racionalmente de la existencia de Dios, de una conciencia del Universo, y menos de la inmortalidad del alma humana, no puedo soportar que se pueda hacer dogma docente del ateísmo y del materialismo. En tocando a esto llego, lo confieso, hasta a perder los estribos, y a las veces asoma en mí lo zahondo de mi conciencia española, el inquisidor que todos los españoles llevamos por tradición histórica dentro”.
Desde aquella época, el ethos desacralizador de la burguesía española ha ido de la supuesta herejía a la real apostasía. Una apostasía a gran escala ha sustituido en España a las voluntades de herejía porque, a pesar de su pasado milenario, al parecer no ha tenido aún el suficiente tiempo como para construirse su propia ortodoxia; ha dividido la verdad en dos, y de esta división no se han producido dos verdades, sino dos errores. Cada uno de nosotros lleva dentro una parte proporcional del burgués: un 5%, un 25%, un 50%, que se irrita tanto más cuanto más parte lleva, como un demonio en un poseído. Todo este irritado trajín busca denodadamente la felicidad, pero ¿cómo ser feliz con estos mecanismos de erosión interna?
IV.
1. No soy amante de las corridas de toros, pero desde luego si lo fuera nunca los vería desde la barrera. He escrito hace poco mi autobiografía poniendo de relieve mi relación con la Iglesia católica y la suya conmigo, a la cual remito especialmente dándola por en
No soy amante de las corridas de toros, pero desde luego si lo fuera nunca los vería desde la barrera cierto modo conocida (8).
2. Recordemos que la inteligencia y la fe viven en tensión. Hay creyentes y agnósticos, los primeros en retroceso, retroceso especialmente acentuado entre los católicos (9).
3. Las religiones son muchas y sus perspectivas a veces demasiado diferentes (10), pese a las crecientes tendencias ecuménicas caracterizadas por su concordismo higiénico, casi de corte parlamentario, donde todos los dioses son buenos. Areópagos light.
4. La perspectiva cristiana estaurológica, profética y pauperónoma de Jesucristo no conmueve, no ilusiona, no interesa, no es centro absoluto de nuestra vida (11). No está presente en la Iglesia católica universal en los países en donde he hecho apostolado intelectual, a pesar de las excepciones inevitables .
5. En una misma Iglesia, por ejemplo en la católica, hay posiciones filosóficas y teológicas diferentes entre sí. Suelen ser consideradas más católicas las más cercanas al magisterio pontificio y, a partir de él, a las conferencias episcopales.
6. También la Iglesia católica, como no podía ser menos, se encuentra sujeta a cambios de rumbo, a veces bastante notables. El giro eclesial de Juan Pablo II, por remitirme superficialmente a un caso sin entrar en él, que tuvo una continuación en Joseph Ratzinger, carece de una prolongación significativa en Francisco, llegando a dar a veces incluso cierta sensación de cuasicismáticas, o de antagonismo con sordina.
7. Incluso en su interior llegan a producirse distintas tendencias, las cuales se saldan con rupturas de diferente calado, o que viven de espaldas entre sí, incluso con permanentes rencillas, recriminaciones y acusaciones recíprocas, despiadadas y falsas.
8. Entre tanto, la mayoría de los católicos no resistiría un examen teológico mínimo del Credo, la fe que profesamos los católicos, de ahí la creciente degradación de su fe, y la confusión embolismática entre la fe, las creencias y las costumbres. Privilegiado un tipo de piedad subrogatoria, la propia Iglesia ha vivido de espaldas a la formación teológica, incluyendo lamentablemente la de numerosos clérigos, que siguen pareciendo de misa y olla (12).
9. La formación católica dada en los colegios cristianos, incluidos los postineros, semillero de muchos intelectuales agnósticos rebotados y beligerantes, ha constituido un rotundo fracaso. Ha sido una enseñanza barata y para andar por casa en zapatillas, un barniz. Muchas veces más un negocio y un “servicio de mantenimiento” de las buenas costumbres burguesas. Lo he comprobado en mis numerosos cursos en colegios de monjas de toda España, seminarios, congregaciones, etc.
10. Desgraciadamente los “filósofos jóvenes” (Savater, Sádaba, etc) de allí salidos se han burlado de todo aquello, pero sin tener a su vez formación teológica. Lo han tenido muy fácil dada la miopía católica al respecto, todo lo cual lo digo dolenter (13).
11. Por su parte, los católicos que estudian la fe y que se interesan por hacerla concorde con su vida a la luz de las exigencias del Evangelio son escasos y van en retroceso, como he podido comprobar a lo largo de mis años de docencia en el Seminario de Madrid.
12. Existen intelectuales inquietos y sedicentemente católicos hasta hace poco, a los que podría calificarse de gnósticos, para los cuales la identidad cristiana es una cosmovisión, más o menos posmoderna, pero sin seguimiento de Jesús.
13. Asimismo hay intelectuales que amalgaman lo social, lo político y lo religioso configurando ideologías vagamente católicas y al margen de la Iglesia, aunque también ellos han desaparecido prácticamente del mapa (cristianos por el socialismo, etc).
14. Los viejos partidos socialdemócratas cristianos del estilo de Ruiz Jiménez, Cavero, Nasarre, los maritainianos, etc, o se han pasado a los partidos conservadores, o han desaparecido. Ha sido todo un siroco del desierto el que ha movido las cosas haciendo desaparecer sus referentes.
15. Nada de esto impide que algunos católicos ultraconservadores afirmen que la Iglesia nunca ha estado tan fuerte ni tan pura como ahora, juicio que procede de su propio narcisismo proyectivo.
V.
¿Y yo qué? ¿Soy yo un intelectual católico? Sí, pero antes y al mismo tiempo soy un pobre pecador amado por Dios. Creo haber sido mejor intelectual católico que persona. Pero como intelectual católico he procurado hacer mis deberes.
Primero, aferrarme a la mano de Jesús, incluso en mis peores momentos de derrumbamiento, sin desasirme nunca.
Después, he puesto el personalismo comunitario al pie de su cruz con los pobres de la Tierra, con las Bienaventuranzas en mi pecho, siempre contra corriente. No soy hombre de reuniones ni de sacristías, las reuniones en la calle.
Asimismo, me he pasado la vida estudiando mañana tarde y noche, porque no habiendo sabido hacer otra cosa, y gozando de la posibilidad de estudiar, tenía que hacerlo para ser digno. Afortunadamente ya el cansancio no me persigue, soy una especie de cayo endurecido y resisto lo que no está escrito.
He gozado de la amistad y de la enseñanza de los mejores teólogos de España, y con ellos trabajado durante décadas. Como profesor de teología no soy tan malo, aunque tampoco tan bueno, me falta mucho. No puedo entender a los profesionales tan buenos en lo suyo y tan malos en el estudio del Dios al que invocan. No les interesa conocer al amor de sus amores. Demasiado alzacuellos.
Me alegra enormemente poder leer en lenguas clásicas los textos del Nuevo Testamento, en cuyas etimologías encuentro ríos de agua viva que ilustran mucho a los rudos catequizandos. No sé cómo pueden los clérigos rezar sin hacerlo en esas lenguas, ni pensar sin hacerlo en esas lenguas, lo digo más en serio que en broma.
Desafortunadamente, siendo hombre de Iglesia, me cuesta mucho confesar la misma fe en esa Iglesia católica española, aunque no sólo en ella. Cada vez me siento más protestante, aunque en ello a la vez más católico. Obviamente, no me iré de la Iglesia católica, que es donde vivo y quiero morir.
En este último tramo de mi vida, camino de los 77 años ya, como dicen en México, “nadie me pela”, nadie me llama, nadie me pide escritos, nadie me solicita para dar conferencias, no tengo donde editar (en este momento tengo en mi cajón diecisiete libros totalmente concluidos inéditos para que alguien se apiade y los saque a la luz). Afortunadamente sí que voy a editar pronto la obra teológica más hermosa que yo he conocido, el Padre Nuestro de Marcelino Legido, mi maestro.
Lo comprendo sin aspavientos: el mundo ha cambiado más que yo, no me quejo. No tengo coche, no tengo teléfono móvil, este coronel ya no tiene quien le escriba. Me paso doce horas sentado leyendo, estudiando, escribiendo, aunque estoy demasiado gordo. Y acepto alegre la voluntad de Dios.
Muchas gracias por haber invitado a este viejo católico, sentimental y feo. Me pedíais diez mil caracteres, mi contador marca 7.307, casi capicúa. Contad si son catorce y está hecho.
Un gran abrazo de vuestro hermano.
(1) Cfr. Díaz, C.: España, canto y llanto. Historia del m0ovimiento obrero con la Iglesia al fondo. Editorial Acción Cultural Cristiana, Madrid, 1996, 463 pp. de letra más que muy pequeña
(2) Cfr. Díaz, C.: España canto y llanto. Historia del movimiento obrero con la Iglesia al fondo. Ed. ACC, Madrid, 1996, 463 pp
(3) Mallada, L.: Los males de la patria. Editorial Fundación Banco Exterior, Madrid, 1990, pp. 193-201.
(4) Giménez Valdivieso, T.: El atraso de España. Editorial Fundación Banco Exterior, Madrid, 1989, pp. 174-176.
(5) Op. cit. p. 45.
(6) Umbral, F.: En El Mundo, 9-XI-1996.
(7) Elemente des Zwischenmenschlichen. Traducción española de Carlos Díaz en Buber, M: El camino del ser humano y otros escritos. Ed. Mounier, Madrid, 2003.
(8) Díaz, C: Memorias de un escritor transfronterizo. Editorial Mounier, Madrid, 2020. Se incluyen las afirmaciones que sobre mí han hecho Alfa y Omega, etc.
(9) Díaz, C.: Manual de Historia de las religiones. Editorial Desclée de Brouwer, Bilbao. 2014.
(10) Díaz, C.: Religiones personalistas y religiones transpersonalistas. Editorial Desclée de Brouwer, Bilbao, 2028.
(11) Cfr. Díaz, C.: Rezar filosofando, filosofar rezando. Editorial Sinergia, Guatemala, 2021.
(12) Véanse mis siguientes escritos: Sabiduría y locura. El cristianismo como lúcida ingenuidad. Ed. Sal Terrae, Santander, 1984, 260 pp; Preguntarse por Dios es razonable. Ed. Encuentro, Madrid, 1989, 520 pp; De la razón dialógica a la razón profética. Ed. Madre Tierra, Móstoles, 1991, 133 pp; Ilustración y religión. Ed. Encuentro, Madrid, 1991, 226 pp; En el jardín del Edén. Ed. San Esteban, Salamanca, 1991, 155 pp; El olimpo y la cruz. Ed. Caparrós, Madrid, 1993, 127 pp; Entre Atenas y Jerusalén. Ed. Atenas, Madrid, 1994, 278 pp; Un poco más y no hay impío. Ed. San Esteban, Salamanca, 1994, 173 pp; Introducción a la identidad cristiana. Ed. San Pío X, Madrid, 1994, 154 pp; Para venir a serlo todo. Ed. Paulinas, Madrid, 1995, 167 pp; España canto y llanto. Historia del movimiento obrero con la Iglesia al fondo. Ed. ACC, Madrid, 1996, 463 pp; Como Dios manda. Imdosoc, México, 1996, 151 pp; Apología de la fe inteligente. Ed. Desclée de Brouwer, Bilbao, 1998, 256 pp; Racionalidad empresarial y racionalidad eclesial. Imdosoc, México, 1998, 151 pp; Religión, cultura y sociedad (tres volúmenes). Ed Santillana, Madrid, 1999; Didáctica de las grandes religiones de Occidente. Ed. Laberinto, Madrid, 2000, 316 pp; Religión católica. Ed. El Laberinto, Madrid, 2003, 220 pp; Diez palabras clave para decir el credo. Ed. Mounier, Madrid, 2005, 100 pp. (4ª ed); Decir el credo. Ed. Desclée de Brouwer, Bilbao, 2005, 230 pp (3ª ed); La Iglesia que piensa. Ed. Dos Mundos. Madrid, 2005, 134 pp. (2ªed); Del hay al don. ¡Ay si nadie diera! La urgencia de la gratuidad. Ed. San Esteban, Salamanca, 2013; Economía de mercado y enseñanza de Cristo. Ed. Mounier, Madrid, 2015, 94 pp.
(13) Cfr. el prólogo de Juan Luis Ruiz de la Peña a mi libro La última filosofía española. Una crisis críticamente expuesta. Editorial Cincel, Madrid, 1985, 195 pp. (2ª ed). No pocos eclesiásticos españoles reseñaron y hasta escribieron libros sobre la obra teológica de Savater, Umbral, Trillas, Sádaba, etc.
“Hans Küng convirtió la confianza fundamental en la base de su teología”
MUERTE DE HANS KÜNG
D. Manuel: un amigo suyo de relevancia intelectual en Valencia, colaborador de la revista y muy querido y respetado por todos, nos ha dicho que sobre “Hans Küng la persona más indicada es Manuel Fraijó, un buen amigo, que tuvo mucha relación con él” (Jesús Conill). Brevemente, ¿cómo definiría a este pensador de nuestro tiempo que acaba de fallecer (6/04/21)?
Conocí a Hans Küng a comienzos de los años setenta del siglo pasado en la Facultad de Teología de la Universidad de Tubinga, en Alemania. Küng tenía entonces unos cincuenta años; era un profesor brillante y exigente que sabía motivar a los alumnos. Especialmente gratos eran sus Seminarios. En un ambiente cordial -solo admitía a unos diez alumnos- se trataban temas de candente actualidad. Recordaré siempre el apasionante Seminario que dedicamos a analizar “últimos libros sobre Jesús de Nazaret”. No hay que olvidar que en la década de los setenta se publicaron las grandes cristologías del siglo XX. La de Küng, Ser cristiano, publicada en 1974, fue probablemente la más difundida.
Aquellos fueron nuestros primeros encuentros. El último tuvo lugar hace unos años en su casa de Tubinga. Küng estaba ya gravemente enfermo, aquejado de Parkinson, artrosis, y de una progresiva degeneración macular. A pesar de su enfermedad, transmitía paz, sosiego, serenidad. El teólogo de las muchas batallas de otros tiempos contemplaba su final con la serena certeza del trabajo bien hecho, del deber cumplido. Por aquel entonces ya había escrito el impresionante capítulo XII de su libro Humanidad vivida. Lo tituló “en el atardecer de la vida”. Es un conmovedor relato de los males de sus últimos años y de sus esperanzas de siempre. Son páginas que emocionarán a todo el que se asome a ellas, sobre todo leídas después de su muerte. “Estoy a la espera, preparado para despedirme en cualquier momento”, nos dejó escrito.
Me pide usted que “defina” a H. Küng. Es algo de lo que no soy capaz, pero le señalaré algunos rasgos de su personalidad que siempre me impactaron. Ante todo, deseo destacar su pasión creyente. Algunos han dudado de su ortodoxia, pero nadie dudará de su fe, de su piedad filial. Es más: convirtió la confianza fundamental en la base de su teología. Impresionaba ver a un teólogo que se había asomado a tantos abismos del pensamiento humano y no había perdido nada en el camino. Llegó al final de su vida con la fe de su niñez intacta. Sobrecogía verlo rezar, aunque solo se tratara de bendecir la mesa. Su confianza en Dios era tan grande que casi se sintió ofendido una vez que, mientras escribía el libro ¿Vida eterna?, una de sus hermanas le preguntó inocentemente si realmente creía en la vida eterna. Le extrañó que una persona de su entorno familiar albergase dudas sobre su fe. Además, le tocaba uno de sus postes sagrados: la otra vida. Ahora ya sabrá más del tema, pero siempre estuvo seguro de que no nos espera la “nada”. Escribió páginas memorables contra la nada como destino final de los seres humanos. Concebía la muerte como “ingreso en la luz”. Ya solo por eso merecería gratitud.
Una última insistencia en su religiosidad: en uno de nuestros encuentros me contó la muerte de su hermano. Había fallecido, de un tumor cerebral, a los veinticinco años, el mismo año que Küng celebró su primera misa. Contó que pasó algunas noches con él en el hospital. Y añadió: Pero, Manuel, nosotros éramos tres en la habitación: mi hermano, yo, y el buen Dios. (der liebe Gott).. Capté el mensaje: era una forma amable, delicada, de decirme que en el relato de la muerte de un familiar que yo acababa de hacerle solo había hablado de dos en la habitación. Se trató de una forma amable de recordarme lo decisivo, lo más importante.
Disculpe que me haya extendido tanto en este punto, pero lo considero esencial. Küng solía distinguir entre las “formulaciones de fe” y la “fe formulada”. Su pasión era lo segundo. Pensaba que el necesario acatamiento de las formulaciones de fe, heredadas de los primeros siglos de la Iglesia, no deberían ahorrarnos el esfuerzo por volver a formular la fe en el lenguaje de hoy. Tal vez haya que buscar aquí la raíz de sus conflictos doctrinales con el magisterio.
Pero, junto a su pasión creyente, quisiera recordar su cercanía humana. Su “cómo estás” no era una pregunta retórica, esperaba explanaciones, sin mirar el reloj. Además de tener tiempo para escribir unos sesenta libros, tuvo tiempo para escuchar. Su postrer intento de cercanía lo constituye la ubicación de su tumba. La compró al lado de la de sus entrañables amigos Walter Jens y su esposa Inge. Ha sido su último homenaje a la mistad. Por cierto: el epitafio de su tumba es bien escueto:”Profesor Hans Küng”. Quiso ser recordado por su oficio, por su profesión. Recalcaba que no había sido un profeta, sino un sacerdote, profesor de teología.
- Profesor: En medio de censuras y controversias, ¿quién fue siempre Hans Kúng?
Bueno, creo que en parte acabo de responder a esta pregunta. Pero me doy cuenta de que no he mencionado algo importante: su generosidad. En uno de sus frecuentes viajes a Nueva York viajó a la tumba de Teilhard de Chardin, situada a 164 kilómetros de la ciudad. El conocido paleontólogo, cuestionado por la jerarquía de la Iglesia, había fallecido el domingo de Resurrección de 1955. A su entierro, se cuenta, solo asistió una persona. Ante aquella tumba, muy descuidada, Hans Küng recordó la “damnatio memoriae”, la eliminación del recuerdo, sobre todo si se trata de recuerdos peligrosos. Es de esperar que la sombra del olvido no cubra también demasiado pronto la tumba de Küng. Muy cerca de él reposa otro grande del pensamiento, E. Bloch. Su epitafio resume lo que fue la tarea de su vida: “Pensar es trascender”. A sus acalorados debates filosófico-teológicos en la Universidad de Tubinga, debates en los que también participaba el teólogo protestante Jürgen Moltmann, sucede ahora el silencio del hermoso cementerio de Tubinga. Los tres amigos solían debatir sobre la esperanza. E. Bloch había levantado la liebre con su genial obra El principio esperanza; J. Moltmann había recogido el testigo en su no menos genial Teología de la esperanza; a ellos se sumó H. Küng con su libro Mantener la esperanza. En su lección inaugural en la Universidad de Tubinga, Bloch eligió precisamente el tema de la esperanza. Le dio una formulación que viene de lejos: “¿Puede frustrarse la esperanza?”. Es algo así como preguntar si la quietud del cementerio de Tubinga tendrá la última palabra.
¿Quién fue siempre H. Küng? me pregunta usted. Sería genial habérselo podido preguntar a las 1.300 personas que, puestas en pie y emocionadas, aplaudieron su última clase magistral, en el lejano l996. No menos emocionado que su auditorio, Küng enfiló la salida del abarrotado Salón de Actos musitando un apenas perceptible “me gustaría seguir contando con su afecto”. Era el día de su jubilación. No se trató solamente del aplauso a su última clase, sino a toda una vida ejemplarmente dedicada a reflexionar sobre las luces y sombras de la historia humana. Una vida que ha concluido el día 6 del pasado mes de abril. Aquel entusiasta auditorio aplaudía su inmenso saber, pero también las dimensiones que he señalado en sus anteriores preguntas: su honda espiritualidad cristiana, su cercanía humana y su gran generosidad.
- ¿Un teólogo de frontera?
La verdad es que sí, siempre lo fue. En realidad, todos los temas que abordó eran de frontera. Permítame que los evoque brevemente. Su andadura teológica comenzó con la preocupación ecuménica. El tema de su tesis doctoral, La justificación. Doctrina de Karl Barth y una interpretación católica abordó con juventud y valentía uno de los
En realidad, todos los temas que abordó eran de frontera. Permítame que los evoque brevemente temas que, desde los inicios de la Reforma, había dividido a católicos y protestantes. Küng mostró que incluso en un asunto tan controvertido -el de la justificación por la fe o por las obras- era posible el entendimiento entre las dos grandes confesiones cristianas. Por cierto: ambas confesiones firmaron, en 1999, un documento titulado “Acuerdo sobre la justificación” en el que se afirma que este tema no debería ser motivo de separación entre ellas. Es lo que defendió Küng casi cincuenta años antes.
A aquella inicial inquietud ecuménica siguió la preocupación eclesial. Son las Iglesias las que deben abrirse al diálogo ecuménico. Enseguida comenzó a publicar libros que suscitaron gran entusiasmo y esperanza Estructuras de la iglesia (1962) y La iglesia (1967). Küng dibujaba el perfil de una Iglesia humilde, fiel al mensaje de Jesús, siempre con la mirada puesta en el pabellón de urgencias de los más necesitados, una Iglesia profética, abierta a los signos de los tiempos y siempre dispuesta a renovarse.
Pero bien pronto nuestro teólogo cayó en la cuenta de que la Iglesia no se sustenta en sí misma. El entusiasmo eclesiológico que levantó el concilio Vaticano II tenía, necesariamente, una cita con la cristología. La preocupación eclesial cedió el testigo a la preocupación cristológica. Apareció así el que tal vez sea su libro más genial, Ser cristiano (1974). Se trata de una obra repleta de información histórica, reflexión teológica y pasión creyente. Su intención última es mostrar que es posible ser cristiano y, al mismo tiempo, hombre o mujer de nuestros días. Fue, sigue siendo, un gran alegato en favor de una fe razonable y crítica.
Pero todo teólogo sabe que tiene siempre una cita con lo último de lo último. San Pablo afirma que Cristo es de Dios. Dios es, en efecto, el asunto final de la teología. Küng lo supo y a su preocupación cristológica siguió su preocupación teológica. Fue así como vio la luz su libro ¿Existe Dios? (1978). Se trata de un libro poderoso que recorre los avatares del tema “Dios” desde que la Modernidad sacudió la herencia religiosa de la que habíamos vivido A las 972 páginas de este libro se asoman todas las sacudidas experimentadas por la fe cristiana desde que Descartes, el primer filósofo moderno, dio vía libre a la duda. Estamos ante un recorrido apasionante, expuesto con rigor filosófico- teológico y elegancia literaria. Küng ha sido un suizo políglota que sabía hablar y escribir.
Llegaron, finalmente, los años del castigo. Desde que, incomprensiblemente, el 15 de diciembre de 1979, el Papa Juan Pablo II le retiró la venia docendi y lo declaró “teólogo no católico”, Küng se dispuso a roturar terrenos por los que no suelen transitar las teologías clásicas. Volcó su increíble capacidad de trabajo en dos grandes asuntos: las religiones y la ética.
De su dedicación al estudio de las religiones nacieron obras tan decisivas como El cristianismo y las grandes religiones (1984); El judaísmo. Pasado, presente y futuro (1991); El cristianismo. Esencia e historia (1994); El islam. Historia, presente, futuro (2004). Küng se percató de que la secularización es un fenómeno casi exclusivamente occidental y de que las grandes religiones continúan orientando el vivir y morir de la mayoría de los seres humanos. De ahí que volcara su increíble energía intelectual en fascinantes evocaciones de las principales religiones del mundo. Produce un cierto estupor que una sola persona haya podido alumbrar recreaciones tan amplias y perfectas de los sentires religiosos de los pueblos.
Por las mismas fechas, Küng abrió otro frente de investigación: el de la ética. Defiende una ética concreta y, a ser posible, universal. Su intención es la de embarcar a las religiones en una búsqueda de mínimos éticos compartidos. Su conocida tesis es que no habrá paz entre las naciones sin paz entre las religiones; y no habrá paz entre las religiones sin diálogo entre ellas. Obras como Proyecto de una ética mundial (1990) y la publicación programática Hacia una ética mundial. Declaración del Parlamento de las Religiones del Mundo (1993) están prestando grandes servicios a la colaboración entre la ética y las religiones. Servicios que coordina la “Fundación Ética Mundial” creada por Küng, con sede en Tubinga.
Un gran amigo de nuestro teólogo, el antiguo canciller alemán H. Schmidt, cansado de que le reprocharan su falta de espíritu utópico -gobernó Alemania después del carismático Willy Brandt- espetó un día a los periodistas: “El que tenga visiones que vaya al médico”. Küng ha sido un pensador de grandes visiones, pero de las que no requieren tratamiento médico. La más importante de ellas le ha permitido vivir y morir con la confianza del viajero que sabe que no peregrina hacia ninguna parte. Lo escribió incansablemente: no es la nada nuestra última morada, sino el Misterio, al que algunas religiones, entre ellas el cristianismo, llaman Dios.
- ¿“Un científico, que va al fondo de las cosas, sacude las conciencias, un movilizador, un concientizador…” (Nicolas Castellanos)?
Me parece una definición acertada. Cuando se le acompañaba por Madrid había que elegir una calle que uno conociera bien, ya que preguntaba sin cesar qué eran y qué representaban los edificios por los que pasábamos. Su curiosidad científica carecía de límites. Y su carisma como reformador, como excitador de conciencias, espero haberlo puesto de relieve en las respuestas anteriores.
- ¿Cuáles son -según su parecer- los tres problemas más importantes de nuestra sociedad a los que se enfrentó este pensador tratando de dar soluciones ajustadas a nuestro tiempo?
Son, como he señalado, más de tres, pero si se me pide que elija los tres que considero más importantes, me decidiría por estos:1. En lugar de exigir la fe se esforzó en hacerla posible. De ahí sus denodados esfuerzos argumentativos. Su divisa era “creer y comprender”. Rechazó una fe ciega y un racionalismo exagerado. Se decantó siempre por la definición de la fe como “obsequio razonable” que nos legó el concilio Vaticano I (1870). 2. Casi le obsesionaba la siempre necesaria reforma de la Iglesia. Algo que le convirtió en el teólogo crítico de todos los inmovilismos eclesiales. No en vano su Papa preferido era Juan XXIII, el iniciador de las reformas que culminaron en el concilio Vaticano II. 3. Le preocupaba la ética. Pensaba que, sin una ética compasiva y universal, atenta a la justicia, peligraba el futuro de la humanidad. La Humanidad ha llegado hasta el siglo XXI porque desde la más remota antigüedad fundadores de religiones y filósofos nos legaron cuatro imperativos éticos sagrados: no matar, no robar, no mentir, no cometer actos deshonestos. Küng consideró siempre esta ética de mínimos como irrenunciable.
LA TEOLOGÍA HOY
- Usted siempre se manifestó públicamente al lado de Küng. Pero durante sus estudios en Alemania fue alumno de otros grandes teólogos tales como Karl Rahner, Walter Kasper, Jürgen Moltmann, Johann Baptist Metz y Wolfhart Pannenberg. Walter Kasper que fue quien avaló su tesis doctoral. ¡Grandes teólogos del siglo XX! ¿Con algún rasgo común a todos ellos?
Era más lo que los unía que lo que los separaba. Y todos ellos fueron, o son - W. Kasper y J. Moltmann viven aún- grandes creyentes. Siempre me impresionó su fe, su confianza filial en Dios. En contra de lo que afirma el Kempis, el “mucho saber” no empañó su fe.
- ¿Qué nos queda de todos ellos?
Si me permite una respuesta muy personal, a mí me quedan “todos ellos”. Haberlos conocido y tratado de cerca deja honda huella. Aunque algunos de ellos ya se hayan ido, continúan presentes, también hoy siguen siendo los maestros admirados y queridos de ayer. Y a todos nos queda su obra, sus libros y los senderos que nos indicaron. Cuando murió K. Rahner, en 1984, J. B. Metz le aplicó la categoría de “testigo”; y otro teólogo lo ha llamado “el mayor testigo de la fe del siglo XX”. Todos ellos encarnaron recias biografías creyentes.
- ¿Cómo valora usted la teología que se hace actualmente?
Tengo la impresión de que los grandes teólogos por los que me acaba de preguntar no han tenido sucesores a su altura. Existen, por supuesto, buenos y competentes profesores de teología, pero tal vez no existen grandes teólogos. Casi todos los grandes teólogos del siglo XX fueron sacerdotes católicos o pastores protestantes. Me pregunto si la pérdida de plausibilidad social del sacerdocio en las grandes sociedades secularizadas no habrá afectado también al surgimiento de las vocaciones teológicas.
- ¿Cuáles habrían de ser en el presente los criterios evangélicos para renovar la teología?
Alguien -no recuerdo quién- ha escrito que los tres grandes impulsos de renovación teológica del siglo XX vinieron. 1. De una parroquia suiza de la que K. Barth era pastor evangélico. Allí escribió su Comentario a la Carta a los romanos, procurando, según solía decir, compaginar “el periódico con la Biblia”, lo profano con lo sagrado, la inmanencia con la Trascendencia. No parece un mal criterio para renovar la teología. 2. El segundo gran impulso vino del despacho de una Facultad de Teología desde el que R. Bultmann renovó la interpretación de la tradición bíblica. Esta teología “científica” es también irrenunciable. 3. El tercer impulso nos llegó desde una cárcel de Berlín donde el pastor evangélico D. Bonhoeffer fue vilmente asesinado por Hitler. Una teología a la altura de los tiempos tampoco debe perder de vista la radicalidad del compromiso cristiano escrito con letras mayúsculas.
- ¿Cuál es la mejor aportación del papa Francisco a la teología?
Por lo general, cada Papa deja una huella, un legado. El de Benedicto XVI ha sido teológico, el del Papa Francisco será pastoral, volcado en reformas largamente postergadas. H. Küng valoraba profundamente el esfuerzo renovador del Papa Francisco. Era su Papa preferido, después de Juan XXIII. Lástima que Francisco no le haya “correspondido” devolviéndole su condición oficial de teólogo católico. Una vez más se confirma que existe “lo incompresible”. ¿A qué Papa y a qué siglo quedará reservado el honor de rehabilitar a H. Küng?
- Como teólogo, ¿cuáles son las interpelaciones que experimenta en el momento presente?
Dado que voy superando ya el espacio asignado a esta entrevista, solo diré que en un mundo en el que no abundan las propuestas de sentido, el teólogo cristiano debería esforzarse en presentar de forma plausible lo esencial de la propuesta cristiana. Y lo esencial tiene nombre propio: Dios y Jesús. Si se desdibujan ellos, si decae el riguroso empeño teológico por iluminar la fe en Dios y en su Cristo, todo habrá terminado. Lo digo porque podría darse el caso de una Iglesia católica, convenientemente puesta al día, atenta a todas las reformas necesarias y que, sin embargo, flaquease en lo esencial. También la alta reflexión teológica es esencial al cristianismo.
TEMAS DE HOY
- El teólogo Andrés Torres Queiruga expresa que “muerto Hans Küng, su teología sigue viva y pide futuro”. ¿Para qué?
Me parece muy justa la apreciación de A. Torres Queiruga. A su “para qué” respondería escuetamente: para ayudar a las generaciones presentes y futuras a vivir digna y esperanzadamente, incluida la esperanza final, la escatológica, tan presente en la vida y en la teología de Küng.
- “El problema de Hans Kúng (y de otros), a mi juicio, es que mezcla cuestiones que hay que denunciar y causas que hay que defender con afirmaciones opinables, que eleva a categoría de verdades absolutas; de esa forma, pierde algo de credibilidad”. ¿Qué le sugiere este punto de vista?
Bueno, creo que H. Küng se llevó siempre mal con las “verdades absolutas”, más bien se le ha acusado de rendirse a un cierto relativismo. En cuanto yo lo puedo conocer, no lo veo reo de verdades absolutas y, menos aún, de elevar las “afirmaciones opinables” al pedestal de “verdades absolutas”.
- “Una civilización que legaliza la eutanasia pierde todo derecho al respeto”. Es la frase lapidaria de Michel Houellebecq, uno de los escritores franceses contemporáneos más conocidos. ¿Qué comentario le sugiere?
¿Me permite que retorne a H. Küng? En uno de sus últimos libros, Una muerte feliz, Küng solicita que, llegado el caso -no ha sido necesario- se le ayude a un buen morir. Rechaza la alimentación artificial y la respiración asistida como formas de prolongar la vida. Y se pregunta si el acto de desconectar esas máquinas, lo que llamamos eutanasia pasiva, no es “tan activo” como el de suministrar una elevada dosis de morfina que causa igualmente la muerte, es decir, la eutanasia activa. Recalca que le gustaría morir como ha vivido: digna y humanamente. No querría sufrir la lenta y terrible agonía de su hermano, a la que anteriormente he aludido. Tampoco le encuentra sentido a una vida puramente vegetativa como la sufrida durante demasiados años por el antiguo Primer Ministro israelí, Ariel Sharon. Es el comentario que Küng haría al texto de M. Houellebecq, y que personalmente suscribo.
- Sobre la polémica reciente protagonizada por diversos personajes alemanes ante la respuesta de la Congregación para la Doctrina de la Fe ―aprobada por el Papa― en la que la Iglesia recordaba que no se pueden bendecir las uniones homosexuales. ¿Qué dice usted?
Decía Aristóteles que “el ser se dice de muchas formas”. Yo diría que también el amor se manifiesta de diferentes formas. Creo que la Iglesia no debería negarse a bendecir las uniones entre personas del mismo sexo. El amor entre ellas existe y es tan respetable y digno de ser bendecido como el heterosexual. Es de esperar que la Iglesia no tarde mucho en recorrer este camino.
- ¿Cómo define usted una vida cristiana mediocre?
¡La mía, por ejemplo!
En serio: la repuesta a esta pregunta requeriría un espacio amplio del que creo que ya no dispongo. Muchas gracias por la entrevista.